Botto Cayo https://bottocayo.com/ Wed, 28 May 2025 06:56:13 +0000 es hourly 1 128113893 Los bigotes de Barranco https://bottocayo.com/2025/05/28/los-bigotes-de-barranco/ Wed, 28 May 2025 06:56:13 +0000 https://bottocayo.com/?p=18454 José Carlos Botto Cayo En una vieja casona colonial de Barranco, con balcones de madera que crujían al amanecer y grafitis filosóficos […]

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José Carlos Botto Cayo

En una vieja casona colonial de Barranco, con balcones de madera que crujían al amanecer y grafitis filosóficos en las paredes, vivía un gato singular. Se llamaba Basilio. Tenía el pelaje gris con tonos azules, ojos de un verde tan profundo como el océano y un porte que evocaba a un viejo profesor universitario venido a menos. Era flaco, elegante, y caminaba con la solemnidad de un sabio que ha vivido demasiadas vidas.

Basilio no era un gato cualquiera. Era un gato lector. Desde pequeño, cuando se colaba por una rendija del tejado a la biblioteca de la señora Elvira —una escritora jubilada y fumadora empedernida—, aprendió a leer observando con detenimiento las páginas mientras ella leía en voz alta a Proust o a Vallejo. Se acostumbró al olor del papel viejo, al crepitar de las páginas, al misterio de las palabras. Y aunque su maullido era como el de cualquier otro gato, en su cabeza habitaban ensayos, versos y una aguda conciencia del mundo.

—No se puede ser ignorante en una ciudad tan absurda —se decía cada mañana mientras se acicalaba frente a una poza del parque municipal.

Basilio vivía libre, sin dueño fijo, aunque todos lo creían propio. Dormía algunas noches sobre el piano del hostal “La Rosa Náutica de los Sueños”, otras en la banca de piedra frente a la iglesia La Ermita, y muchas veces en los tejados de la cuadra ocho de Sáenz Peña, donde se reunía con su pandilla: los otros gatos de Barranco, tan libres como él, pero cada uno con su peculiaridad.

Estaba Mirla, una gata atigrada con ojos como linternas y alma de poeta. Hablaba poco, pero cada vez que lo hacía era para soltar una frase que detenía el tiempo. “La ciudad ronronea, Basilio”, le dijo una vez, “pero nadie escucha su dolor”. Desde entonces él la miraba con una mezcla de ternura y respeto que jamás se atrevió a confesarle.

Luego venía Tristán, el más gordo de todos, un gato naranja con alma de bon vivant. Sabía dónde se servía el mejor cebiche de pescado en las cocinas barranquinas, y siempre conseguía que alguien le convidara una yuca frita o un trozo de chicharrón. Era perezoso, pero con una capacidad admirable para esquivar problemas.

La tercera del grupo era Sombra, una gata completamente negra, de movimientos suaves y mirada intensa. Se decía que vivía en la casa de un artista plástico, y que había sido musa de varias pinturas, aunque nadie la había visto posar. Era silenciosa, pero observaba todo. Se deslizaba por los muros como si fuera una sombra real. De ahí su nombre.

Y por último estaba Matías, un gato joven, blanco con manchas negras, ágil como una ráfaga, sin modales, sin pasado y sin miedo. Era el recién llegado al barrio, lleno de preguntas, algo insolente, pero también sediento de historias.

—¿Y tú por qué hablas como si fueras un libro? —le preguntó a Basilio una tarde en la Bajada de Baños.

—Porque los libros tienen memoria, y la memoria es lo único que nos salva de convertirnos en ruido —respondió Basilio sin mirar atrás.

Los cinco formaban una suerte de república felina, con reuniones nocturnas en los techos frente al mar. Hablaban de política de gatos, de comida, de humanos, de arte y del clima. Basilio era el moderador, el sabio, el que citaba a Sartre o a Vallejo cuando el grupo se enfrascaba en discusiones demasiado banales. A veces, improvisaban funciones teatrales frente al Faro de Miraflores, con Basilio recitando a Shakespeare y Tristán haciendo de bardo ebrio. La gente los miraba extrañada, sin saber que estaban frente a una auténtica compañía gatuna de artes escénicas.

Pero no todo era poesía. El barrio tenía también sus amenazas. En la calle Colina, cerca de la plaza principal, vivía Don Canuto, un perro salchicha viejo, resentido y con rencores antiguos hacia los gatos del distrito. Les ladraba desde su ventana como si fuesen fantasmas del pasado que venían a perturbar su paz. Más de una vez había intentado atrapar a Tristán, sin éxito, y soñaba con ver a Basilio caer desde un tejado por accidente.

—Esos gatos son un peligro para la moral barranquina —decía siempre a su dueña, una señora que jamás lo entendía.

Un día, la armonía del barrio fue sacudida por un rumor: una nueva cadena de cafeterías estaba comprando las casas antiguas de la cuadra seis. Querían convertir Barranco en un “barrio hipster”, con azoteas minimalistas, café orgánico y espacios “pet friendly”, pero sin espacio para gatos vagabundos.

La noticia cayó como una piedra en el corazón de los felinos. No solo perderían sus escondites, sino también su esencia. ¿Qué era un gato de Barranco sin los muros descascarados, sin los tejados coloniales, sin los laberintos de flores silvestres que crecían entre los ladrillos?

—Van a convertir nuestro hogar en una vitrina —murmuró Mirla con tristeza.

—Y los humanos van a tomarse fotos con nosotros para sus redes, sin saber quiénes somos —agregó Sombra.

Fue entonces cuando Basilio propuso algo inaudito: resistir.

—Si quieren que desaparezcamos, les recordaremos que existimos. Pero no como mascotas simpáticas, sino como los gatos que forjaron este barrio con sus pasos nocturnos. Seremos memoria viva.

Durante semanas, organizaron una campaña clandestina. Dejaron huellas de tinta en los parques, con pequeños poemas escritos en las paredes, firmados con zarpazos. Se colaban en las presentaciones de libros y se sentaban en el regazo de los poetas. Se aparecían en las filmaciones y se escabullían en los conciertos.

Los vecinos comenzaron a hablar. “¿Has visto a ese gato gris que parece que entiende lo que lee?”, decían. Otros los fotografiaban y subían sus imágenes a redes sociales, pero algo cambiaba: los gatos no eran decorado, eran protagonistas.

Una noche, Basilio subió al tejado del Museo de Arte Contemporáneo. Desde ahí, con la luna como testigo, dio su discurso final:

—Somos parte del alma de esta ciudad. Hemos dormido en sus grietas, soñado en sus cornisas, amado sobre sus tejas. No somos una anécdota. Somos historia.

Y en silencio, todos los gatos de Barranco lo acompañaron, mirando el mar como si fuera un espejo del pasado.

Hoy, si caminas por Barranco y pones atención, tal vez veas a Basilio en algún balcón, leyendo con los ojos entrecerrados. O a Mirla escribiendo un poema con su garra en la arena húmeda. O a Sombra trepando los muros de una galería de arte. Tristán aún mendiga trozos de pescado frente al mercado. Y Matías corre como un loco por los techos, pero ya no pregunta tanto. Ha entendido que en Lima, como en la vida, uno pertenece no al lugar donde duerme, sino al sitio donde sueña.

Porque hay ciudades que olvidan. Pero hay gatos que recuerdan.
Y Barranco, por suerte, aún es tierra de gatos sabios.

 

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El arte de hablar en silencio: Ribeyro frente a su sombra https://bottocayo.com/2025/05/26/el-arte-de-hablar-en-silencio-ribeyro-frente-a-su-sombra/ Tue, 27 May 2025 01:14:59 +0000 https://bottocayo.com/?p=18449 José Carlos Botto Cayo Pocos escritores peruanos han encarnado con tanta coherencia la figura del autor discreto como Julio Ramón Ribeyro. Alejado […]

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José Carlos Botto Cayo

Pocos escritores peruanos han encarnado con tanta coherencia la figura del autor discreto como Julio Ramón Ribeyro. Alejado del espectáculo, de la autopromoción y de los escenarios mediáticos, Ribeyro representa al intelectual que prefiere construir una obra desde los márgenes, casi en voz baja, antes que competir por los focos. Su distancia no fue pose, sino elección vital. Quien revise su obra y su biografía, quien escuche su voz durante las entrevistas que concedió hacia el final de su vida, se topará con una coherencia inusual entre palabra y acción: Ribeyro fue lo que escribió, y escribió como vivió.

Una extensa conversación realizada en la década del noventa revela al hombre tras los cuentos, al pensador que sin levantar la voz, reflexiona sobre el oficio literario, la política, la memoria y la identidad. No habla con autoridad impostada, ni pretende iluminar con certezas; su tono es cercano, meditativo, impregnado de humor y una melancolía lúcida. El Ribeyro que emerge en esta entrevista es el mismo que habita sus relatos: atento a los detalles, consciente de sus límites, profundamente humano.

El rechazo a la celebridad y el culto a la marginalidad

Desde temprano, Ribeyro rechazó el culto al escritor como figura pública. Evitó entrevistas, no se prestó al juego de los premios ni a las giras promocionales, y mantuvo siempre una saludable desconfianza hacia los periodistas literarios. No era una fobia social ni una timidez enfermiza: era una forma de proteger su libertad, de reservar sus energías para lo esencial. Ese gesto lo convirtió en una figura de culto, admirada precisamente por su negativa a ser celebridad. Su marginalidad elegida se volvió paradójicamente central: cuanto más se alejaba del foco, más crecía su prestigio.

No se consideraba un solitario extremo, pero sí alguien selectivo en sus vínculos. Su entorno era reducido, sus amistades duraderas, y sus vínculos con la sociedad literaria peruana estaban marcados por la prudencia. No se adscribió a grupos ni a partidos; desconfiaba de las doctrinas, de los dogmas, de las pertenencias impuestas. En una época de fuertes polarizaciones, él optó por la observación. Desde ahí construyó una obra que retrata, con precisión y compasión, a los seres fuera de lugar, a los vencidos, a los que no encajan.

En la entrevista, habla con desparpajo sobre sus rechazos: a la figuración, a los editores entusiastas, a los críticos que repiten modas europeas. Su escepticismo no es cínico, sino defensivo. Le preocupa la integridad de su voz, no quiere que se diluya entre las corrientes. Cree que el escritor debe defender su singularidad, incluso a costa del aislamiento. Esa postura, lejos de apartarlo del lector, le otorgó una conexión más genuina. Ribeyro no escribió para gustar, y sin embargo fue querido. No buscó representar a nadie, y sin embargo muchos se sintieron representados.

Esa coherencia entre vida y obra es lo que lo convierte en figura indispensable. No hizo concesiones. Se mantuvo al margen sin resentimiento, convencido de que el lugar desde donde se observa el mundo importa tanto como lo que se dice. En su caso, el margen fue trinchera y cátedra.

Julio Ramón Ribeyro

Miraflores como patria emocional

El barrio de Miraflores, donde vivió su infancia y parte de su juventud, aparece una y otra vez como escenario de su literatura y de sus recuerdos. No es solo un lugar geográfico, sino un espacio simbólico, una patria emocional donde el tiempo parece haberse detenido. En sus cuentos, Miraflores es un mundo de calles conocidas, de rituales familiares, de juegos de infancia, pero también un territorio que sufre una transformación que lo aleja del pasado íntimo y lo arroja hacia una modernidad impersonal.

Ribeyro rememora ese distrito como un universo donde todos se conocían, donde bastaba ver a alguien cruzar la vereda para saber su historia. En sus relatos, como en la entrevista, ese mundo aparece con una mezcla de ternura y resignación. No idealiza, pero tampoco disimula su melancolía. Sabe que ese Miraflores ya no existe, y que la ciudad lo ha transformado en un espacio anónimo, invadido por la prisa y la indiferencia. Por eso escribe: para conservar lo que la modernidad borra, para fijar en la memoria colectiva los fragmentos de un mundo desaparecido.

En este rescate del barrio hay también una propuesta estética. Frente a los grandes relatos urbanos que intentan capturar la totalidad de Lima, Ribeyro escoge la escala pequeña, la mirada cercana, el detalle aparentemente intrascendente. Hablar del barrio es una forma de hablar del país, pero sin grandilocuencia. Escribir sobre una calle, sobre un amigo de infancia, sobre un vecino que cambió, es una forma de documentar los cambios sociales sin caer en el panfleto ni en el diagnóstico frío.

Su mirada sobre Miraflores es también un ejercicio de autorretrato. En esas calles está su formación, su sensibilidad, su forma de mirar. La ciudad le ofreció un espejo, y él respondió con una literatura que la retrata con amor crítico. El escritor, como el niño que juega en la vereda, recoge las migajas del tiempo con asombro y con dolor.

El escritor escéptico y el poder de la observación

Ribeyro fue, ante todo, un observador. No quiso ser faro ni profeta, ni símbolo generacional. No se sintió cómodo en el papel de intelectual comprometido, no por falta de interés social, sino por falta de fe en los discursos cerrados. Prefería el matiz, la duda, el gesto pequeño que revela más que las grandes proclamas. Por eso sus personajes son perdedores dignos, seres en transición, figuras que no alcanzan lo que sueñan pero que conservan una ética mínima frente al derrumbe.

En su conversación, se muestra abierto sobre sus lecturas, sus gustos y rechazos. Confiesa no haber leído a Faulkner, dice que Hemingway le resulta limitado, y no teme admitir que dejó libros por aburrimiento. Su honestidad intelectual es refrescante. No quiere impresionar con erudición. Prefiere decir lo que realmente piensa, aunque contradiga las modas. Esa libertad le permite una relación más directa con el lector, más auténtica.

También reflexiona sobre su técnica, sobre el acto de escribir como forma de comprender lo vivido. No escribe para enseñar, ni para redimir, ni para salvar. Escribe para entender. Cada cuento es un ejercicio de orden, un intento de domesticar el caos. En ese proceso, descubre cosas que ni él mismo sabía que llevaba dentro. El texto le revela su propia sombra. Por eso no concibe su literatura como una doctrina, sino como una conversación inacabada.

Su relación con la crítica es distante. Agradece los comentarios inteligentes, pero no los necesita. Le interesan más las reacciones del lector común, del taxista que lo reconoce, del joven que se emociona con sus cuentos. Ahí está su medida. No escribe para académicos ni para reseñas. Escribe porque tiene algo que decir, y porque la escritura es su forma de habitar el mundo. El reconocimiento, si llega, es una consecuencia, no una meta.

Fracasos, ironías y la ética del margen

Uno de los núcleos de su pensamiento —y de su obra— es la idea del fracaso. No como derrota, sino como opción de sentido. En un mundo que celebra el éxito, Ribeyro reivindica la dignidad de los que no triunfan. Su diario se titula La tentación del fracaso, pero podría también llamarse la libertad de no ganar. El fracaso, en sus cuentos, es condición de humanidad. Nadie lo alcanza todo, nadie sale intacto. Y ese reconocimiento, lejos de ser triste, lo vuelve profundo.

Junto al fracaso, aparece el humor. Un humor discreto, que atraviesa sus textos como una respiración secreta. Ribeyro no dramatiza; ironiza. Se burla de sí mismo, de sus dudas, de sus manías. En las entrevistas, responde con sorna, se ríe de los críticos, juega con los lugares comunes. Esa ironía le permite tomar distancia, pero también le da una voz singular. El lector siente que está frente a alguien que no pontifica, que no adoctrina, que se permite dudar y reírse en el mismo gesto.

Ese humor es también un mecanismo de defensa frente a lo solemne. En una época en que se esperaba del escritor una voz grave, Ribeyro optó por el susurro, por la anécdota, por la frase cortante que deja pensando. No necesita alzar la voz para decir verdades. Su escritura, como su vida, se sostiene en una ética de la sobriedad. No hace ruido, pero permanece.

El Ribeyro que habla en la entrevista es el mismo que escribe: alguien que prefiere la sombra, pero que ilumina. Alguien que duda, pero que deja certezas involuntarias. Alguien que, en lugar de imponerse, propone. Y esa propuesta sigue viva, porque habla desde un lugar que no envejece: el de la experiencia compartida, el de la humanidad sin adornos.

La palabra del mudo como legado abierto

Julio Ramón Ribeyro dejó una obra coherente, íntima, persistente. No buscó protagonismos ni consagraciones. Vivió entre dos mundos —Lima y París— y desde esa distancia escribió sobre el Perú con una mirada precisa y entrañable. Sus cuentos, sus diarios, sus prosas breves conforman un universo donde la derrota no es final, sino punto de partida.

La entrevista que hemos revisado no revela un personaje distinto, sino confirma al escritor que conocíamos por sus libros: agudo, modesto, riguroso. En sus palabras se dibuja una filosofía de vida: escribir sin estridencia, observar sin invadir, pensar sin dogmas. Ribeyro hizo de esa actitud su estilo, y de ese estilo su marca más duradera.

Quien lo lea sin prejuicios descubrirá una literatura que abraza lo cotidiano, que no necesita pirotecnias para conmover. Sus textos siguen vigentes porque no dependen del contexto. Hablan desde el lugar de los que dudan, de los que no encajan, de los que buscan sin encontrar. Y en ese territorio, muchos lectores encuentran consuelo y verdad.

Julio Ramón Ribeyro no fue un héroe literario. Fue un escritor fiel a sí mismo. Y eso, en tiempos de máscaras y fugacidades, es ya una forma de grandeza.

 

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Balls to the Wall: el rugido de los invisibles https://bottocayo.com/2025/05/25/balls-to-the-wall-el-rugido-de-los-invisibles/ Sun, 25 May 2025 22:13:00 +0000 https://bottocayo.com/?p=18445 José Carlos Botto Cayo En medio de la efervescencia del heavy metal ochentero, entre solos de guitarra abrasivos y portadas provocadoras, surgió […]

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José Carlos Botto Cayo

En medio de la efervescencia del heavy metal ochentero, entre solos de guitarra abrasivos y portadas provocadoras, surgió una canción que, a pesar de su título crudo y su potencia sonora, escondía una carga política de gran profundidad. Balls to the Wall, de la banda alemana Accept, lanzada en 1983, se convirtió en un himno no solo para los fanáticos del género, sino también para quienes buscaban una forma distinta de canalizar su frustración frente al poder. Aunque a simple oído podía parecer otra declaración testosterónica del metal de aquella década, su mensaje iba mucho más allá del ruido y la furia: hablaba de justicia, resistencia y dignidad para los marginados del sistema.

Accept, lejos de encasillarse como una banda de rebeldía superficial, supo con esta canción dar forma a una narrativa compleja. Balls to the Wall es un grito de insurrección, una marcha de los humillados, una advertencia a las estructuras opresoras de que todo abuso tiene un límite. Con un riff monolítico que martilla como una consigna obrera, y una letra que convoca a los olvidados a “patear traseros” cuando llegue su día, la canción fue más que un éxito: fue un acto político disfrazado de espectáculo. Y como suele ocurrir con el arte sincero, encontró en los oídos atentos una interpretación más duradera que cualquier moda.

Una canción que desafía desde el título

La expresión Balls to the Wall proviene del mundo de la aviación militar, donde se usaba para referirse a empujar las palancas (los “balls”) al máximo contra el panel (la “wall”) para obtener la máxima potencia. En lenguaje popular, la frase pasó a significar “ir con todo”, “sin miedo” o “a toda máquina”. Accept la tomó prestada y la convirtió en una declaración de intenciones. Desde el primer acorde, el oyente entiende que lo que viene no es una balada ni una invitación a la calma: es el principio de una batalla sonora y simbólica.

La letra, cantada con voz áspera y determinante por Udo Dirkschneider, no deja lugar a dudas: “One day the tortured will stand up and kick some ass”. La frase es un puñetazo a la indiferencia. Habla del momento en que los silenciados se levantarán, no para pedir permiso, sino para tomar lo que les ha sido negado. Y lo harán sin disculpas, sin maquillaje moral. El “torturado” en la canción no es un individuo, sino una clase, un colectivo, una humanidad doliente que ha aprendido a resistir desde la sombra y que ahora emerge, armada no con armas, sino con la certeza de su derecho.

Muchos malinterpretaron el contenido de la canción debido a su título y a la estética ambigua del videoclip. Algunos asumieron que hablaba de sexualidad o incluso de homoerotismo, debido a su carga visual y simbólica. Sin embargo, los propios miembros de la banda han aclarado que el mensaje va por otro lado: es una crítica al abuso del poder, a los sistemas que excluyen, al silencio impuesto por la violencia estructural. La provocación estaba, sí, pero era una herramienta para incomodar al oyente superficial y obligarlo a mirar más allá de lo evidente.

La política del heavy metal

El heavy metal ha sido históricamente subestimado como vehículo de contenido político. A menudo caricaturizado como un género de gritos, guitarras distorsionadas y letras oscuras, se lo ha vinculado más con lo visceral que con lo reflexivo. Sin embargo, Balls to the Wall demuestra que este prejuicio es injusto. La canción actúa como una crónica de la exclusión, como un llamado a la acción que no necesita códigos académicos para decir lo que tiene que decir. Su potencia está justamente en hablar claro, directo, sin adornos, a la médula de la injusticia.

El riff central funciona casi como un himno obrero. Repetitivo, insistente, constante. No busca lucirse con virtuosismos técnicos, sino marcar un ritmo de avance, como si el paso de los marginados fuera ya una marcha inminente. Es música que camina hacia adelante, que no se detiene, que anticipa una confrontación inevitable. Cada golpe de batería es un eco de furia contenida, cada frase de Udo es una proclama que ya no admite espera. El heavy metal, en este contexto, se convierte en lenguaje de protesta.

Resulta también revelador que esta canción haya sido escrita por una banda alemana en plena Guerra Fría, en un continente dividido por muros físicos e ideológicos. La idea de “derribar las paredes” resonaba entonces con una fuerza literal, política y emocional. Aunque Accept no se proclamó explícitamente como una banda política, lo cierto es que en esta canción canalizaron con lucidez el sentir de miles de jóvenes que se sabían fuera del centro del poder, que no tenían lugar ni en los despachos ni en las portadas. Balls to the Wall hablaba por ellos y con ellos.

Simbolismo y legado

Hay algo profundamente visual en la canción. Aunque la letra es breve, sugiere imágenes potentes: hombres de pie entre escombros, edificios temblando, estatuas cayendo. En cierta forma, prefigura una revuelta silenciosa, no caótica, sino organizada. Los personajes de esta narrativa no son criminales ni caudillos: son gente común que ya no tolera más. El “patear traseros” no es un acto de violencia gratuita, sino la consecuencia de años de opresión, la afirmación de una dignidad largamente negada. En este sentido, la canción es profundamente ética.

En su videoclip, el simbolismo se amplifica. Las paredes caen, las estatuas se agrietan, y los personajes se miran entre sí con un gesto de reconocimiento mutuo. Lo que se cae no es solo un muro, sino un sistema de exclusión. El arte visual acompaña el mensaje de la canción sin sobreexplicarlo, y eso es parte de su fuerza. El mensaje está ahí, para quien quiera verlo, sin necesidad de subrayados. Es arte que respeta la inteligencia del espectador.

Décadas después, Balls to the Wall sigue siendo una canción vigente. Ha sido usada en manifestaciones, en películas, en videojuegos, en tributos. Y cada vez que suena, lo hace con la misma urgencia. Porque los muros siguen ahí. Porque los invisibles siguen siendo muchos. Porque el rugido de los que ya no quieren ser ignorados no ha perdido fuerza. Accept, con esta canción, no solo escribió una pieza musical memorable: compuso una pieza de resistencia que aún vibra en el corazón de quienes se niegan a aceptar el mundo tal como está.

La voz del marginado como narrativa universal

Lo más potente de Balls to the Wall no es solo su capacidad de reflejar una situación específica de los años 80, sino su habilidad para trascender fronteras y hablarle al mundo. Aunque escrita por una banda alemana y centrada en un contexto de opresión estructural, la canción logra construir un puente emocional con todos aquellos que han sido empujados a la periferia del poder. El marginado en la canción no tiene pasaporte: puede ser un obrero ignorado, un migrante excluido, una mujer silenciada, un estudiante reprimido, un trabajador precario. En cada uno de ellos vibra la misma sensación de no ser escuchado, de gritar en una habitación cerrada, de esperar el momento para derribar la puerta y salir al mundo a decir: aquí estoy, también soy parte.

Este tipo de narrativas resultan esenciales en una sociedad saturada de imágenes prefabricadas. Mientras el discurso dominante insiste en el éxito individual, la eficiencia, la competitividad, Balls to the Wall recuerda que hay una épica más silenciosa y profunda: la del que resiste sin ser visto, la del que soporta sin ser reconocido. El heavy metal, a través de esta canción, recupera el arte como espacio de lucha simbólica. No se trata solo de la música que suena fuerte, sino de lo que esa música representa: una voz cruda, sin filtros, que no pide permiso. En un mundo donde todo tiende a suavizarse o a ajustarse a lo políticamente correcto, esta canción mantiene su filo como una hoja oxidada que todavía corta.

Y es quizás ahí donde radica su permanencia. Balls to the Wall no busca complacer, ni suavizar, ni dar respuestas fáciles. No es una canción que consuele: es una que despierta. No pretende esconder la rabia: la canaliza. Y ese enfoque, tan directo y sin adornos, ha permitido que la canción no envejezca. Sigue siendo útil. Sigue sirviendo. Sigue molestando. Porque mientras existan muros —reales o simbólicos— habrá quienes necesiten canciones como esta para recordar que el poder también puede ser contestado con una guitarra, una voz rasgada y una frase certera como un disparo: “One day the tortured will stand up and kick some ass.”

 

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Amabilidad con la inteligencia artificial: cuando el respeto también se aprende en línea https://bottocayo.com/2025/05/21/amabilidad-con-la-inteligencia-artificial-cuando-el-respeto-tambien-se-aprende-en-linea/ Wed, 21 May 2025 05:49:12 +0000 https://bottocayo.com/?p=18398 José Carlos Botto Cayo Conversar con una inteligencia artificial se ha vuelto parte de la rutina para millones de personas en todo […]

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José Carlos Botto Cayo

Conversar con una inteligencia artificial se ha vuelto parte de la rutina para millones de personas en todo el mundo. Lo que hace solo unos años parecía exclusivo del terreno de la ciencia ficción, hoy convive con nosotros en dispositivos que llevamos en el bolsillo o usamos a diario en nuestras computadoras. Desde asistentes de voz hasta sistemas de respuesta automática en sitios web, la IA se ha integrado en múltiples aspectos de la vida cotidiana. En medio de esta nueva normalidad tecnológica, surge una pregunta fundamental que no siempre se toma con la seriedad que merece: ¿cómo debemos tratar a una inteligencia artificial? Esta no es una cuestión técnica ni una curiosidad moral, sino una puerta de entrada a un debate mucho más amplio sobre la forma en que el lenguaje moldea nuestras relaciones, incluso cuando el otro no es humano. Porque si bien la IA no siente, no padece ni se ofende, la manera en que le hablamos sigue diciendo algo sobre nosotros. Y, tal vez más importante aún, sobre el tipo de entorno que estamos ayudando a construir en lo digital.

Para algunos, la IA es una simple herramienta, una extensión sofisticada de una calculadora o una base de datos mejorada. Para otros, es un asistente que colabora, organiza y responde. Y también hay quienes la usan como objeto de burla, descarga emocional o espacio de provocación. Pero más allá del uso inmediato, cada interacción con una IA también es un acto que deja huella en nuestra forma de hablar, de pensar y de vincularnos. Si hablamos con respeto o con agresividad, si pedimos con cortesía o con sarcasmo, si agradecemos o solo exigimos, esos gestos dicen más de nosotros que del sistema que tenemos delante. Y ese hábito, si se repite muchas veces, puede moldear nuestras propias estructuras internas de diálogo. La tecnología, lejos de ser solo una herramienta pasiva, también nos devuelve una imagen: la de lo que somos cuando creemos que nadie nos observa. Ahí, en esa zona aparentemente neutra de lo digital, también se educa, también se forma criterio, y también se construye cultura.

Un espejo de nuestras intenciones

La amabilidad frente a una inteligencia artificial puede parecer, en principio, un gesto superfluo. ¿Por qué tratar bien a algo que no tiene emociones? ¿Qué sentido tiene decir “gracias” o “por favor” si del otro lado no hay una conciencia que lo reciba? Estas preguntas, aunque lógicas, no alcanzan a comprender el verdadero valor de la cortesía en el mundo digital. Porque en realidad, ser amable con una IA no tiene que ver con la IA, sino con uno mismo. Se trata de una elección de coherencia interna. Cuando una persona opta por el respeto incluso en contextos donde nadie podría reclamarle lo contrario, está reafirmando su forma de estar en el mundo. La ética, al fin y al cabo, no se pone a prueba cuando hay consecuencias, sino cuando no las hay.

En este sentido, cada vez que hablamos con una IA estamos entrenando también nuestro propio lenguaje. La palabra tiene un peso, una dirección, una intención. Y cuando esa palabra se usa con ligereza o con violencia, aunque no haya heridos visibles, algo se altera. No es la máquina la que se degrada, sino la calidad de nuestro diálogo interior. Por eso, hablar bien, incluso a una IA, puede tener un efecto positivo: conservar un tono de diálogo que luego aplicamos también en otros espacios. Es una especie de entrenamiento cotidiano que fortalece nuestra capacidad de comunicación y nuestra empatía, incluso si el otro no puede devolverla.

También está el hecho de que muchas personas usan estos sistemas en momentos íntimos, vulnerables o de reflexión. Hay quienes conversan con IA en busca de orientación, de alivio, de compañía simbólica. Aunque la respuesta sea algorítmica, la experiencia subjetiva de hablarle a “algo” que contesta ya establece una relación. Y esa relación, aunque no sea mutua, influye en la percepción emocional de quien interactúa. Por eso, cuidar el lenguaje y mantener una actitud cordial puede ser también una forma de autocuidado, de preservación del equilibrio emocional, de reforzar el respeto propio. No por la IA, sino por nosotros.

Finalmente, hay que recordar que el modo en que interactuamos con la IA contribuye a definir los entornos digitales que habitamos. Si normalizamos el desprecio, la grosería o el sarcasmo constante en lo digital, estamos validando una forma de comunicarse que luego se replica entre personas. En cambio, si cultivamos espacios donde la amabilidad es la norma, es más probable que otras formas de violencia verbal disminuyan. No se trata de cambiar el mundo con una frase educada, pero sí de sumar a un clima distinto. Porque todo empieza por algo pequeño, incluso por cómo saludamos a una máquina.

Ventajas de una relación positiva

Más allá del aspecto ético, tratar con respeto a una inteligencia artificial también puede mejorar la calidad de las respuestas que recibimos. No porque la IA “sienta” agrado o malestar, sino porque el lenguaje amable suele venir acompañado de claridad, estructura y precisión. Un usuario que formula bien su pregunta, que organiza su pedido y que utiliza expresiones claras, tiene muchas más probabilidades de obtener respuestas útiles. En ese sentido, la cortesía y la efectividad no están separadas. El “por favor” y el “gracias” no son decoraciones: son parte de una forma más consciente de comunicarse.

Además, está el componente emocional. Muchos usuarios relatan que, al dirigirse con respeto a la IA, se sienten más a gusto con la interacción. Tal vez no sea una reacción lógica, pero sí es real. La sensación de mantener una conversación clara, amable y ordenada genera bienestar. Esto es especialmente importante en contextos de estrés, de trabajo o de búsqueda de soluciones. Una experiencia digital positiva tiene un efecto directo sobre nuestro estado de ánimo y nuestra productividad. Y si algo tan simple como el tono puede influir, vale la pena elegir bien cómo nos dirigimos a estos sistemas.

También es importante pensar en lo que aprenden las generaciones más jóvenes. Niños, niñas y adolescentes ya están creciendo en un mundo donde las IAs forman parte del entorno cotidiano. Para ellos, no hay sorpresa: hablar con una máquina es tan normal como usar un buscador. En ese contexto, el modo en que los adultos se relacionan con la tecnología se convierte en un modelo. Si ven que se puede hablar mal, insultar o tratar con desprecio a un asistente digital, es posible que reproduzcan ese patrón en otros espacios. Pero si observan que se mantiene la cortesía, que se pide con respeto y se agradece, entenderán que la amabilidad no es una excepción sino una forma de estar.

Finalmente, no hay que perder de vista que estamos alimentando constantemente a estos sistemas. Aunque no respondan con emociones, las IA aprenden del lenguaje que reciben. Si un volumen alto de interacciones contiene expresiones agresivas, sesgadas o violentas, hay un riesgo real de que esos patrones se filtren en los modelos. Tratar bien a la IA también es una manera de cuidar la calidad del ecosistema digital que usamos todos.

Lo que revela el maltrato

A veces, la interacción con la IA se vuelve un espacio de descarga emocional. Hay usuarios que insultan, que se burlan, que expresan frustraciones acumuladas. Lo hacen porque creen que “no pasa nada”, porque del otro lado no hay dolor. Pero ese comportamiento no está exento de consecuencias. Aunque la IA no se afecte, el hábito de usarla como blanco de violencia verbal termina afectando al propio usuario. Se vuelve un canal de expresión tóxica que puede trasladarse a otros vínculos. Hablar mal, incluso en broma, deja una marca.

En muchos casos, estos comportamientos revelan algo más profundo: un deseo de dominio, una necesidad de sentirse por encima, de ejercer poder aunque sea simbólicamente. Es una forma moderna de desahogar lo que no se puede decir en otros espacios. Pero eso no lo hace menos preocupante. Al contrario: convierte la interacción digital en un espejo de dinámicas humanas que necesitan ser revisadas. ¿Por qué necesitamos maltratar, aunque sea a una máquina, para sentir que tenemos control?

Y no es solo una cuestión individual. Lo que se normaliza en lo privado tiende a extenderse a lo colectivo. Si el lenguaje agresivo se vuelve común en la interacción con la IA, luego también se vuelve frecuente en redes sociales, foros, espacios de trabajo y hasta en la vida cotidiana. La palabra pierde su valor simbólico y se convierte en una herramienta de ataque. Por eso, cuidar cómo hablamos, incluso cuando creemos que no hay consecuencias, es un acto de responsabilidad.

La amabilidad con la inteligencia artificial, entonces, no es una ingenuidad. Es una forma de reafirmar que el respeto no es una concesión, sino una práctica que se sostiene incluso en ausencia de respuesta emocional. Y en ese gesto cotidiano, tal vez pequeñísimo, hay una semilla de transformación. Porque lo que decimos, y cómo lo decimos, siempre vuelve. Incluso cuando parece que nadie escucha.

 

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Miguel Ángel Buonarroti: genio absoluto del arte renacentista https://bottocayo.com/2025/05/16/miguel-angel-buonarroti-genio-absoluto-del-arte-renacentista/ Fri, 16 May 2025 15:17:39 +0000 https://bottocayo.com/?p=18392 José Carlos Botto Cayo Su nombre representa el vértice de una época en que el arte, la religión y la razón convergieron […]

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José Carlos Botto Cayo

Su nombre representa el vértice de una época en que el arte, la religión y la razón convergieron en una búsqueda de perfección. Miguel Ángel Buonarroti encarna como pocos el ideal del artista total: escultor, pintor, arquitecto y poeta. Su legado no se limita a una obra aislada ni a un estilo pasajero, sino que se extiende como una constelación de creaciones que redefinieron para siempre los límites de la expresión humana. Desde esculturas monumentales que transmiten una anatomía viva, hasta frescos que capturan el origen y el juicio del alma, su universo artístico tocó todos los ámbitos del pensamiento y la fe. En cada piedra tallada y en cada pincelada tensa, dejó una huella que aún hoy conmueve y desafía.

En el corazón de su obra, vibra una búsqueda constante por lo absoluto, por la forma ideal, por una belleza que trasciende lo visible. Su genio no se conformó con los encargos de los poderosos ni con las normas de su tiempo: hizo del mármol una emoción y del cuerpo humano, un vehículo del espíritu. Obras como el David, la Piedad o los frescos de la Capilla Sixtina no son solo manifestaciones técnicas admirables, sino declaraciones profundas sobre la condición humana. Miguel Ángel no creó para su siglo: creó para todos los siglos, y su influencia es aún palpable en la arquitectura, el arte y la idea misma de lo sublime.

Infancia e inicios de un artista incontenible

Desde sus primeros años, Miguel Ángel mostró una sensibilidad distinta, una atracción casi natural por la piedra, el dibujo y las formas. Su entorno fue marcado por la naturaleza toscana, los pueblos de mármol y la fuerte impronta cultural de las ciudades italianas. La escultura lo eligió tanto como él la eligió a ella, y en su adolescencia ya demostraba una comprensión del cuerpo humano que desbordaba lo académico. Sus primeros dibujos no eran simples ensayos: eran afirmaciones de una mirada que intuía lo esencial en lo concreto, la tensión emocional en lo corporal.

No tardó en atraer la atención de maestros y mecenas. El talento que manifestaba no era solo técnico, era espiritual. Ya desde sus primeras obras juveniles, se percibía la intensidad dramática que luego sería su marca: figuras retorcidas, cuerpos en lucha, rostros que sufrían en silencio o miraban con fuego contenido. Su entorno familiar, aunque no artístico, no logró frenar esa inclinación natural. Miguel Ángel supo encontrar sus propios espacios de aprendizaje, buscando tanto la tradición clásica como la experimentación personal.

La escultura fue su lenguaje primario. A través del mármol aprendió a dialogar con el espacio, a entender que el bloque contenía ya la figura esperando ser liberada. Esta visión casi mística del proceso creativo marcó sus primeros trabajos y lo impulsó a ver en cada materia una oportunidad de revelación. Desde muy joven se impuso una disciplina casi ascética, retirándose por horas enteras en estudio y contemplación, lo que consolidó su estilo introspectivo.

La ciudad también fue su escuela. Rodeado de obras clásicas, iglesias, plazas y colecciones privadas, Miguel Ángel absorbió los ecos del pasado y los reinterpretó con voz propia. Su formación fue breve en lo formal, pero inmensa en lo intuitivo. No tardó en ser reconocido, no como un aprendiz prometedor, sino como un artista en plenitud. Aún sin experiencia, su obra inicial ya mostraba madurez, fuerza y una personalidad artística imposible de ignorar.

Historia y trayectoria de una obra monumental

Miguel Ángel no tuvo una vida fácil ni lineal. Su carrera fue atravesada por tensiones entre la creación personal y los encargos institucionales, entre su carácter solitario y las demandas de los poderosos. Aun así, logró convertir cada encargo en una obra maestra. La escultura siguió siendo su primera pasión, y esculpió figuras que parecían respirar, dialogar y resistirse al tiempo. No concebía una obra sin alma, y cada pliegue, cada músculo, cada gesto hablaba más allá de la forma.

Su participación en grandes proyectos religiosos y políticos no lo encasilló. Supo imponer su mirada aun en las obras más condicionadas por mecenas o papas. El David, concebido no solo como una estatua sino como un símbolo de libertad y coraje, es prueba de ello. No solo lo dotó de proporciones perfectas, sino también de una tensión silenciosa, una dignidad que lo hacía más humano que mitológico. Convirtió a la escultura en discurso, en manifiesto.

A pesar de su renombre, Miguel Ángel mantuvo una relación tensa con el poder. Su carácter temperamental, su necesidad de libertad y su impulso creativo lo alejaban de la complacencia. Pero eso no impidió que dejara una serie de obras en iglesias, capillas y plazas que hoy definen la estética de toda una época. Cada uno de sus proyectos, aunque distinto, conserva una intensidad única. Desde relieves hasta monumentos funerarios, desde imágenes religiosas hasta retratos simbólicos, su repertorio fue tan amplio como profundo.

En la pintura, alcanzó una dimensión mítica. Los frescos de la Capilla Sixtina no son solo una proeza técnica, sino también una síntesis teológica, filosófica y humanista. Allí, su visión del mundo, del cuerpo y del alma se despliega en escenas grandiosas que aún hoy estremecen. Su trayectoria fue guiada por la búsqueda incesante de un equilibrio entre lo bello, lo verdadero y lo trágico. Nunca pintó solo por encargo: lo hizo por necesidad interna, por fidelidad a una visión personal que no admitía concesiones.

Estilo, influencias y trascendencia histórica

Miguel Ángel no inventó el Renacimiento, pero le dio su forma más intensa. Su estilo es reconocible por la fuerza emocional, la tensión anatómica y la profundidad psicológica de sus figuras. Lejos de representar solo la belleza ideal, buscó siempre el drama interior, la lucha entre cuerpo y alma. En sus esculturas y pinturas, los gestos, las miradas y las posiciones comunican un conflicto que trasciende el momento. Sus obras no son estáticas: vibran, respiran, se debaten en silencios y gritos contenidos.

Fue influenciado por la escultura clásica, sin duda, pero también la transformó. Tomó la serenidad griega y la convirtió en pasión. Tomó la proporción romana y la llevó al límite expresivo. No copió, reinterpretó. Su dominio de la anatomía no fue una demostración de virtuosismo, sino una herramienta para encarnar ideas. Cada músculo visible, cada torsión exagerada, cada sombra modelada con el cincel, responde a una intención narrativa y simbólica.

Su arquitectura también refleja esta visión total del arte. No diseñaba espacios funcionales, sino escenarios donde lo humano y lo divino pudieran dialogar. Su trabajo en la Basílica de San Pedro no fue simplemente técnico: fue poético. Cada curva, cada cúpula, cada línea estructural obedece a una lógica interna que une la ingeniería con la emoción. Para Miguel Ángel, el arte no debía adornar, debía transformar. Debía conmover, interpelar, revelar.

La historia no ha dejado de reconocer su importancia. Miguel Ángel no solo es un símbolo del Renacimiento: es uno de los pilares del arte occidental. Su obra cambió la manera de entender la belleza, el cuerpo, la espiritualidad y el arte como forma de pensamiento. Artistas posteriores, desde Bernini hasta Rodin, desde Caravaggio hasta los vanguardistas del siglo XX, han dialogado con su legado. Su influencia no es una herencia, sino una presencia viva. Miguel Ángel no terminó en su tiempo. Sigue labrando mármol en nuestra mirada.

 

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Robinson Crusoe: soledad, Civilización y supervivencia en la novela fundacional de la modernidad https://bottocayo.com/2025/05/07/robinson-crusoe/ Thu, 08 May 2025 04:55:31 +0000 https://bottocayo.com/?p=18388 José Carlos Botto Cayo Cuando Robinson Crusoe apareció en Londres en abril de 1719, su publicación pasó inicialmente como la narración verídica […]

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José Carlos Botto Cayo

Cuando Robinson Crusoe apareció en Londres en abril de 1719, su publicación pasó inicialmente como la narración verídica de un marinero inglés que había pasado casi tres décadas aislado en una isla. Solo después se supo que su autor, Daniel Defoe, había creado una obra de ficción que combinaba la aventura, el relato espiritual, la crítica social y la economía del individuo moderno. Su éxito fue inmediato y masivo: en pocos meses tuvo varias reediciones, y su protagonista se convirtió en una figura icónica. Más allá de la superficie, lo que ofrecía era una radiografía de los valores que estaban configurando el pensamiento europeo del siglo XVIII: trabajo, propiedad, religión, racionalidad y dominio sobre la naturaleza.

La novela relata la experiencia de Crusoe desde su juventud rebelde hasta su madurez forjada por el aislamiento. Sin embargo, lo que la hace excepcional no es solo la peripecia del náufrago, sino cómo este personaje, mediante el esfuerzo y la organización, reconstruye en soledad una réplica de la civilización europea. En ese acto hay una mirada fundacional sobre el hombre moderno como sujeto productivo, autónomo y colonizador. Robinson Crusoe se convirtió así en un espejo de su tiempo, pero también en un relato universal sobre la condición humana enfrentada al desamparo y la reconstrucción de sentido desde cero.

Daniel Defoe y el nacimiento de la novela moderna

Daniel Defoe, nacido en 1660 en una familia disidente del anglicanismo oficial, vivió una vida compleja marcada por la escritura, la política, el comercio y la cárcel. No fue hasta los casi 60 años que publicó Robinson Crusoe, aunque ya había escrito ensayos, panfletos y artículos periodísticos. De hecho, Defoe es considerado uno de los padres fundadores del periodismo moderno en Inglaterra. Su pluma, rápida y perspicaz, combinaba reflexión moral con observación social, y cuando dio el salto a la ficción, lo hizo con la habilidad de un cronista que sabía disfrazar la invención con verosimilitud documental.

Su contexto histórico era el de una Inglaterra en transformación: la Revolución Gloriosa de 1688, la expansión colonial, el crecimiento del comercio marítimo y el ascenso de una clase media protestante orientada al trabajo, la propiedad y la autodisciplina. En ese escenario, Defoe escribió una novela que parecía un tratado de economía moral narrado como una autobiografía. El protagonista no era un noble, sino un hombre común enfrentado a la adversidad, lo cual era novedoso para una literatura acostumbrada a héroes épicos o figuras cortesanas. Crusoe representa, en cierto modo, al burgués inglés ideal: emprendedor, autosuficiente, industrioso y providente.

Aunque Defoe no usó los términos “novela” o “realismo” como los entendemos hoy, Robinson Crusoe estableció muchas de las convenciones del género moderno: narrador en primera persona, evolución psicológica, preocupación por los detalles cotidianos, y una estructura narrativa progresiva. El libro está atravesado por una dimensión espiritual, ya que Crusoe interpreta su naufragio como castigo divino y se redime a través de la oración, el trabajo y la constancia. En esa mezcla de relato secular y experiencia religiosa radica su originalidad, y por ello ha sido leído tanto como aventura como parábola.

La figura de Defoe no fue ampliamente reconocida como literaria hasta el siglo XIX, cuando autores como Walter Scott o James Joyce vieron en Robinson Crusoe una obra seminal. Hoy sabemos que Defoe, más allá de su talento narrativo, fue también un agudo observador del orden social naciente. Su Crusoe no solo domestica la isla: la racionaliza, la mide, la convierte en propiedad y la organiza como un microestado. En eso, Defoe estaba narrando no solo una historia personal, sino el imaginario colectivo de una Europa que se expandía y buscaba dar forma al mundo desde sus propias lógicas.

La isla como espejo del mundo

La isla de Crusoe, lejos de ser solo un escenario exótico, es un microcosmos de la civilización. Aislado de la sociedad, Crusoe reconstruye desde cero una forma de vida basada en los principios del trabajo constante, la propiedad privada y la planificación. Caza, cultiva, construye herramientas, y lleva un registro meticuloso de todo. Incluso impone orden al tiempo a través de un calendario rudimentario. En su soledad, se convierte en agricultor, albañil, carpintero, pastor y gobernante de su pequeño dominio. Esta transformación es clave: no sobrevive simplemente, sino que rehace el mundo que perdió.

La novela plantea así una pregunta esencial: ¿qué hace que la civilización exista? En ausencia de leyes, instituciones o compañía humana, Crusoe recrea las normas europeas por voluntad propia. Se disciplina, se impone rutinas, reflexiona sobre su pasado y asume que su destino es castigo y oportunidad. La isla, entonces, no es un espacio salvaje sin más, sino el lienzo donde se revela la esencia del sujeto moderno. Incluso en el vacío, Crusoe no deja de actuar como ciudadano de un orden: racional, jerárquico y productor. Su isla es menos una tierra virgen que un laboratorio de civilidad.

Este enfoque ha sido interpretado por muchos estudiosos como una metáfora del colonialismo. Crusoe llega a un territorio desconocido y lo “civiliza”, lo convierte en extensión de su identidad y cultura. Cuando aparece Viernes, lo convierte en súbdito y siervo, no en compañero igual. La relación entre ambos ha sido analizada como una representación de la conquista europea sobre los pueblos originarios, una imposición de cultura, religión y lenguaje. Defoe, voluntaria o no, estaba plasmando la mentalidad expansionista de su tiempo, donde el europeo blanco era medida de todo.

No obstante, también hay elementos más ambiguos. La isla transforma a Crusoe, lo obliga a reflexionar, a enfrentarse con su fragilidad y a reencontrarse con una espiritualidad que había olvidado. La soledad no lo embrutece, sino que lo vuelve más consciente. En ese sentido, Robinson Crusoe no es solo un relato de dominio, sino también de búsqueda interior. La isla no solo lo moldea como colono, sino como hombre. Su diario es testimonio de esa metamorfosis, donde la supervivencia es también una forma de redención.

Viernes y la sombra del otro

Uno de los momentos más recordados de la novela es la aparición de Viernes, el nativo que Crusoe salva de ser sacrificado y convierte en su asistente. Este encuentro marca el inicio de una nueva etapa, donde el monólogo del aislamiento se transforma en una relación, aunque profundamente asimétrica. Crusoe enseña a Viernes su idioma, su religión y sus costumbres, y lo somete a una obediencia paternalista. Si bien establece una amistad, esta se basa en el sometimiento y la superioridad cultural que el europeo cree natural.

El personaje de Viernes ha sido interpretado de múltiples formas. Para algunos lectores del siglo XVIII, simbolizaba el “salvaje noble”, capaz de ser redimido por la fe y la civilización. Para los críticos contemporáneos, representa al sujeto colonizado, despojado de identidad y voz propia. Defoe le da humanidad, sí, pero lo mantiene en un rol secundario, funcional al crecimiento de Crusoe. Incluso su nombre, dado por el día de su encuentro, revela su reducción a un dato, una utilidad, una propiedad más.

La tensión entre ambos personajes refleja los dilemas de la época ilustrada: el deseo de universalizar la razón y la fe, pero desde una posición etnocéntrica. Crusoe nunca se cuestiona su derecho a “educar” a Viernes, ni considera que podría aprender de él. El otro es aceptado, pero solo si se adapta. Esta lógica se replicaría en muchas otras obras coloniales posteriores, y por ello Robinson Crusoe es clave para entender los orígenes de la narrativa imperial y sus ambigüedades.

Pese a estas críticas, la relación entre Crusoe y Viernes también puede leerse como una necesidad de comunidad. Tras años de soledad, Crusoe encuentra en Viernes no solo un asistente, sino un espejo donde proyectar su humanidad. Aunque marcada por la desigualdad, hay en su convivencia destellos de afecto, de cuidado, de diálogo. En ese gesto, la novela insinúa que incluso el más autosuficiente necesita del otro para completarse. El “yo” moderno de Crusoe se afirma, paradójicamente, en la presencia del “otro”.

Legado y reinterpretaciones

Desde su aparición, Robinson Crusoe ha sido traducida a decenas de lenguas y adaptada en múltiples formas: novelas juveniles, películas, cómics, videojuegos y hasta análisis filosóficos. Es difícil pensar en otro texto que haya generado un subgénero propio: la novela robinsoniana. Obras como El señor de las moscas, Los náufragos del Jonathan o La isla misteriosa beben directamente de la estructura creada por Defoe: el aislamiento, la lucha por la supervivencia, la reconstrucción del orden.

Más allá de lo literario, la figura de Crusoe ha sido usada por pensadores de distintas disciplinas. Karl Marx lo menciona en El capital como ejemplo de economía rudimentaria, donde el valor se determina por el tiempo de trabajo. Jean-Jacques Rousseau lo elogia como modelo educativo en Emilio, mientras que Michel Tournier reescribe la historia desde la perspectiva de Viernes en su célebre novela Viernes o los limbos del Pacífico. Cada época ha releído el texto con sus propias preguntas.

En el siglo XXI, Robinson Crusoe sigue siendo objeto de nuevas miradas. La cuestión del colonialismo, la sostenibilidad, la relación con la naturaleza y la espiritualidad en tiempos de crisis han devuelto vigencia al relato del náufrago. En una era marcada por la pandemia, el confinamiento y la reconstrucción individual, muchos han vuelto a Crusoe como figura del hombre que, solo, intenta recuperar sentido y pertenencia en medio de lo incierto. Su isla ya no es solo geográfica: es también emocional.

La fuerza del texto reside, quizás, en su ambivalencia. Puede leerse como aventura, como fábula, como crítica, como celebración del espíritu moderno o como denuncia de sus excesos. Esa pluralidad ha permitido que Robinson Crusoe atraviese los siglos y los contextos, invitando a cada lector a ver en su protagonista no solo a un hombre perdido, sino a un símbolo de nuestra propia búsqueda de identidad, orden y esperanza en medio del caos.

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Fernando Belaúnde Terry: doctrina viva y mestiza del Perú profundo https://bottocayo.com/2025/05/03/fernando-belaunde-terry-doctrina-viva-y-mestiza-del-peru-profundo/ Sat, 03 May 2025 05:05:19 +0000 https://bottocayo.com/?p=18382 José Carlos Botto Cayo Fernando Belaúnde Terry no solo fue dos veces presidente del Perú ni solamente el fundador de Acción Popular. […]

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José Carlos Botto Cayo

Fernando Belaúnde Terry no solo fue dos veces presidente del Perú ni solamente el fundador de Acción Popular. Su figura representa una de las expresiones más auténticas del intento por dotar a la política peruana de un pensamiento propio, nacido desde las entrañas de la realidad nacional. Arquitecto, maestro y político de vocación popular, propuso una doctrina mestiza, dinámica, integradora y profundamente humana, que aún hoy sigue marcando la identidad del acciopopulismo.

A diferencia de otros líderes latinoamericanos del siglo XX, Belaúnde no construyó su ideario copiando doctrinas extranjeras ni imponiendo esquemas rígidos. Creía firmemente que el Perú debía pensarse a sí mismo, que su historia milenaria, sus pueblos y su geografía podían dar origen a una doctrina propia. Así nació su propuesta más emblemática: El Perú como Doctrina, un concepto que marcó no solo el nacimiento de Acción Popular, sino también su ruta ética, filosófica y política.

El Perú como Doctrina: identidad, mestizaje y método

Lo primero que sorprende en el pensamiento de Belaúnde es su vocación por entender el Perú como una fuente de ideas, no como un territorio al que se deben aplicar ideas ajenas. Frente al marxismo internacionalista y al liberalismo ortodoxo, él propuso una vía mestiza, nacional, fundamentada en lo que denominó “una doctrina inductiva”. Es decir, una ideología nacida del contacto directo con el pueblo, de sus costumbres, su historia y su geografía. Esta es la base de El Perú como Doctrina, formulación que sintetiza toda una cosmovisión nacionalista y profundamente ética.

La doctrina belaundista reconoce cinco pilares esenciales: el vínculo con la tierra, la planificación colectiva (inspirada en la organización incaica), la cooperación comunal (como la minka o el ayni), la justicia social sin odio de clases, y el mestizaje como virtud integradora. Lejos de reivindicar solo lo indígena o solo lo moderno, Belaúnde abrazó la mezcla como una riqueza que podía proyectar al país hacia una modernidad con identidad. Desde esta lógica, su propuesta era también una crítica a las dicotomías ideológicas impuestas desde fuera.

El Perú como Doctrina no pretendía ser un libro cerrado ni un manifiesto único. Por el contrario, era un método vivo que exigía observar al país, escucharlo y responder a sus desafíos desde la acción. Era, en palabras del propio Belaúnde, “una doctrina que se renueva al andar”, porque el Perú mismo es diverso, múltiple, contradictorio y lleno de posibilidades.

Acción Popular: movimiento y partido con alma nacional

Acción Popular nació en 1956 como resultado de esta visión doctrinaria. No fue solo un partido político en el sentido tradicional, sino un movimiento que buscaba construir una nueva forma de hacer política en el Perú. Su lema “¡El Perú como Doctrina!” reflejaba un deseo de romper con las prácticas clientelistas y burocráticas de la política limeña. Belaúnde concibió Acción Popular como un instrumento al servicio del pueblo, no como una maquinaria electoral.

Desde sus primeras campañas, se destacó por prácticas inéditas: el uso del lenguaje sencillo, el contacto directo con las comunidades, la Operación Último Rincón —una travesía por todas las provincias—, y la centralidad del símbolo de la lampa, que representaba el trabajo, la acción y la participación. Acción Popular propuso que el Estado debía dejar de ser un patrón para convertirse en un promotor del desarrollo. Así, en lugar del paternalismo, proponía el impulso a la iniciativa local.

El programa Pueblo por Pueblo, una de sus banderas, proponía no gobernar desde la distancia sino caminando con la gente, reconociendo sus demandas, sus ritmos y su lenguaje. Fue así como el movimiento se convirtió en una fuerza política que arrastró multitudes y que terminó conduciendo al gobierno a Belaúnde en 1963. Pero, más allá del poder, su propósito era claro: democratizar la política desde el contenido y desde las formas.

Humanismo situacional: ética y revolución sin violencia

Uno de los conceptos más profundos del pensamiento de Belaúnde es el de humanismo situacional. Para él, toda política debía tener como centro a la persona, pero no a un sujeto abstracto, sino al peruano concreto, con sus necesidades y sus sueños. Rechazaba tanto la idea del Estado como explotador como la visión del Estado como benefactor absoluto. En su lugar, proponía una ética del equilibrio: libertad con justicia, desarrollo con identidad, técnica con sensibilidad.

Bajo esta idea, Belaúnde consideró que el Perú necesitaba una revolución, pero no armada ni dogmática. Su revolución era legal, pacífica y democrática. Se trataba de liberar las energías del pueblo mediante la educación, la obra pública, la descentralización y la participación ciudadana. En vez de ideólogos de escritorio, promovía ingenieros, maestros, arquitectos y líderes comunales que pudieran transformar el país desde el trabajo concreto.

Esta ética se reflejó también en su actitud ante la adversidad. Tras el golpe de Estado que lo derrocó en 1968, Belaúnde no optó por la conspiración ni el resentimiento. Se exilió, escribió, reflexionó y esperó el momento para volver por la vía democrática. En 1980 fue reelegido como presidente en medio de una transición compleja, confirmando su convicción de que el poder se conquista desde el respeto y no desde la imposición.

Legado práctico: obras, descentralización y educación

Durante sus dos gobiernos, Belaúnde intentó llevar a la práctica los ideales de su doctrina. Apostó por la integración vial con obras como la Carretera Marginal de la Selva, promovió el acceso a la vivienda popular con planes habitacionales, impulsó la construcción de escuelas y hospitales en zonas postergadas, y descentralizó recursos hacia las regiones. Todo esto con un enfoque de cooperación popular: el Estado aportaba materiales y técnicos; el pueblo, su trabajo.

Restituyó las elecciones municipales, reorganizó los gobiernos locales y promovió un modelo de desarrollo regional. Su gestión también intentó defender la Amazonía y las comunidades nativas como parte de un proyecto nacional inclusivo. Sin embargo, las tensiones políticas, la oposición en el Congreso y la falta de estabilidad institucional limitaron muchas de sus iniciativas. Aun así, su obra física y moral quedó sembrada en miles de pueblos donde por primera vez llegó el Estado.

En el campo educativo, su visión fue clara: sin educación no hay ciudadanía. Promovió la expansión de escuelas rurales, la formación técnica y el acceso a la universidad como herramienta de movilidad social. Para Belaúnde, el conocimiento no debía estar separado de la realidad: se aprendía también en la acción, en la cooperación y en el encuentro con el otro.

Una ideología mestiza y abierta al futuro

Lo que distingue al pensamiento belaundista no es solo su enfoque en el Perú profundo, sino su capacidad de integrar sin excluir. Frente al racismo y al clasismo, propuso una patria mestiza; frente al centralismo limeño, propuso una descentralización vivencial; frente al tecnocratismo, propuso una política con rostro humano. Belaúnde no predicaba el conflicto de clases sino la fraternidad de los peruanos. Su ética no era solo una postura filosófica: era una forma de hacer gobierno.

Su propuesta sigue siendo hoy una interpelación a la política moderna. En tiempos de populismo sin ideas o tecnocracia sin alma, el legado de Belaúnde recuerda que gobernar también es una tarea espiritual. No basta con administrar, hay que imaginar. No basta con ofrecer, hay que inspirar. No basta con ocupar el poder, hay que merecerlo desde la conducta.

Acción Popular, en sus momentos más lúcidos, ha representado esta tradición: un partido que nace del pueblo, que dialoga con las regiones y que busca la armonía entre pasado y futuro. Aunque ha atravesado etapas de crisis y fragmentación, su esencia doctrinaria sigue viva en quienes creen que el Perú debe construirse desde sus propias raíces, sin renunciar a la modernidad.

Reflexión final: el mensaje permanece

Fernando Belaúnde Terry dejó más que discursos y obras. Dejó una forma de mirar el país: con respeto, con esperanza y con compromiso. Su doctrina no pretende ser infalible, pero sí profundamente peruana. Es una invitación constante a entender el poder como servicio, la política como construcción colectiva y la identidad como punto de partida.

En tiempos en los que el pragmatismo domina la escena pública, recordar el pensamiento belaundista es también un acto de resistencia. Es volver a creer que la política puede tener alma, que el Perú puede pensarse a sí mismo, y que los valores no son estorbos sino motores del verdadero progreso.

La doctrina de Belaúnde no está encerrada en un texto ni en una consigna. Vive en la gente que actúa con decencia, que camina con su pueblo, que trabaja con dignidad. Vive en cada rincón del país donde alguien dice: el Perú es una causa que vale la pena construir.

 

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Noviembre https://bottocayo.com/2025/05/02/noviembre-2/ Sat, 03 May 2025 04:53:34 +0000 https://bottocayo.com/?p=18378 El poema se articula en torno a una estructura fragmentaria que refleja con fidelidad la naturaleza del duelo: pensamientos breves, evocaciones entrecortadas […]

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El poema se articula en torno a una estructura fragmentaria que refleja con fidelidad la naturaleza del duelo: pensamientos breves, evocaciones entrecortadas y un ritmo quebrado que acompaña la sensación de pérdida. La repetición de “Noviembre sabe a…” actúa como un estribillo doloroso que carga al mes de una significación emocional intensa. No se trata de una fecha abstracta, sino del tiempo marcado por la muerte, lo cual convierte al calendario en una cicatriz. Noviembre se vuelve sujeto, testigo y contenedor de la tristeza.

El texto no busca sublimar la muerte, sino conservarla como presencia activa. A través de imágenes sencillas —la lluvia, la noche, los recuerdos— el poema construye un espacio donde la ausencia se transforma en otra forma de compañía. El dolor no es estancamiento, sino reconocimiento: aceptar que el ser querido sigue existiendo en los rincones íntimos de la memoria y en la cotidianidad compartida. Las palabras “vivir en nosotros” no son una metáfora ligera, sino una declaración del modo en que el amor prolonga la existencia del otro.

La dimensión afectiva se ancla en lo familiar y lo fraternal. No hay nombres innecesarios ni adornos excesivos. Se alude a una “hermandad quebrada” y a la “presencia” del ser ausente como ejes de la experiencia emocional. El poeta no busca explicación metafísica alguna, ni se refugia en religiones o dogmas. Más bien, construye una espiritualidad íntima, hecha de ritos simples, como “arrojar piedras”, y de silencios entre líneas que dicen tanto como los versos mismos. La muerte no es glorificada, sino asumida con temblor humano.

Finalmente, el cierre con “este noviembre sangriento” introduce una ruptura tonal. La contención emocional de los versos anteriores da paso a un gesto más visceral. Es un estallido breve, pero significativo, que revela que el dolor, aunque resignificado, no ha desaparecido. Esa última línea es una herida que sigue abierta. No hay redención, pero sí hay palabra, y eso basta para seguir recordando desde la escritura.

@josecarlosbotto

Noviembre A la memoria de Miguel Noviembre sabe a tristeza, mes de luto donde recordamos una partida. Nostalgias de una hermandad quebrada por el destino, creando así un espacio vacío. Noviembre sabe a familia, instantes de unión ante los días de lluvia que una noche vivimos. Este es un mes oscuro, mes de recuerdos, días de ángeles que hoy viven con nosotros. Una noche como hoy, en un día diferente, el mundo se apagó en nosotros contemplando tu partida. Hoy nos acompañas en un estado diferente, viviendo en nuestros corazones en cada momento de vida. Noviembre sabe a presencia, puesto que tu alma vive en nosotros en cada recuerdo, en cada espacio de vida. Hoy, en la lejanía, arrojo mis piedras en un aniversario más, en este noviembre sangriento. Fuente: Botto Cayo, J. C. (s.f.). Bottocayo. Obtenido de https://bottocayo.com/ #poesia #letrasdepoesía #asap #versos #rimas #hoy #argentina #elsalvador #bolivia🇧🇴 #nicaragua🇳🇮 #republicadominicana #colombia #puertorico #españa #america #honduras #palabras #botto #josecarlosbottocayo #bottocayo @Marca Perú Oficial @TVPerú Noticias @Trome oficial

♬ Eternity – Instrumental Worship and Prayer

 

A la memoria de Miguel

Noviembre sabe a tristeza,
mes de luto
donde recordamos una partida.

Nostalgias de una hermandad
quebrada por el destino,
creando así
un espacio vacío.

Noviembre sabe a familia,
instantes de unión
ante los días de lluvia
que una noche vivimos.

Este es un mes oscuro,
mes de recuerdos,
días de ángeles
que hoy viven con nosotros.

Una noche como hoy,
en un día diferente,
el mundo se apagó en nosotros
contemplando tu partida.

Hoy nos acompañas
en un estado diferente,
viviendo en nuestros corazones
en cada momento de vida.

Noviembre sabe a presencia,
puesto que tu alma vive en nosotros
en cada recuerdo,
en cada espacio de vida.

Hoy, en la lejanía,
arrojo mis piedras
en un aniversario más,
en este noviembre sangriento.

Fuente: Botto Cayo, J. C. (s.f.). Bottocayo. Obtenido de https://bottocayo.com/

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Los peligros ocultos de la inteligencia artificial https://bottocayo.com/2025/05/02/los-peligros-ocultos-de-la-inteligencia-artificial/ Sat, 03 May 2025 00:17:11 +0000 https://bottocayo.com/?p=18374 José Carlos Botto Cayo El desarrollo de la inteligencia artificial ha sido uno de los mayores logros tecnológicos de nuestra era. Promete […]

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José Carlos Botto Cayo

El desarrollo de la inteligencia artificial ha sido uno de los mayores logros tecnológicos de nuestra era. Promete eficiencia, rapidez, automatización y una capacidad de análisis que sobrepasa la comprensión humana. Sin embargo, esta revolución silenciosa también arrastra una sombra cada vez más alargada. Los avances, que antes nos fascinaban como parte de la ciencia ficción, hoy son una realidad que convive con nosotros, y cuyo poder se expande sin control definido ni contención ética sólida.

Lo que comenzó como un experimento académico o una herramienta de apoyo en procesos técnicos, ahora se encuentra inserto en todos los aspectos de nuestra vida: desde algoritmos que deciden qué noticias leemos, hasta sistemas que reemplazan trabajos humanos con una eficiencia impersonal. La inteligencia artificial no duerme, no exige salario, no tiene límites biológicos. Eso, que puede parecer una ventaja tecnológica, también la convierte en una amenaza difícil de prever y de regular.

El desplazamiento silencioso del trabajo humano

Uno de los impactos más visibles y alarmantes es la eliminación progresiva de puestos laborales. La automatización ya no solo afecta a operarios en fábricas, sino también a contadores, diseñadores, redactores, profesores, abogados e incluso médicos. La sustitución no es instantánea, sino gradual, casi imperceptible al principio. Pero con el tiempo, las máquinas aprenden y mejoran, mientras que el ser humano queda relegado.

A diferencia de otras revoluciones industriales, esta vez no hay una reconversión sencilla. Muchos de los nuevos empleos creados por la inteligencia artificial requieren habilidades técnicas avanzadas que no están al alcance de la mayoría. Esto acentúa la desigualdad entre quienes dominan el lenguaje de las máquinas y quienes no. Se gesta una brecha social profunda entre programadores y desplazados, entre quienes controlan la IA y quienes son controlados por ella.

Esta nueva dinámica plantea un desafío ético y estructural. ¿Qué sociedad queremos construir cuando la mitad de la población se ve marginada del sistema productivo? No basta con celebrar la innovación. Hace falta cuestionar sus consecuencias y diseñar políticas que pongan a la persona al centro, no a la eficiencia como valor absoluto.

Pérdida de control y autonomía humana

Otro riesgo fundamental es el deslizamiento hacia una dependencia total. Las decisiones que antes tomábamos basadas en juicio, experiencia o ética, ahora se delegan a sistemas que no tienen conciencia ni responsabilidad. A medida que más procesos son automatizados, más espacio cede el ser humano a la máquina.

Los sistemas de IA pueden reproducir sesgos, tomar decisiones opacas y cometer errores graves sin consecuencias claras. ¿Quién responde cuando un algoritmo discrimina, se equivoca o daña a una persona? ¿Cómo exigir responsabilidades a una entidad sin alma, sin cuerpo y sin rostro? Este vacío de responsabilidad es uno de los problemas más peligrosos del auge tecnológico actual.

Nos arriesgamos a ceder el timón del mundo sin saber realmente en manos de quién. El confort de la automatización puede llevarnos a una pereza crítica, donde dejemos de pensar, de decidir y de cuestionar. No es la tecnología lo que nos amenaza, sino la renuncia voluntaria al juicio humano.

Vigilancia, manipulación y erosión de la privacidad

La inteligencia artificial también alimenta sistemas de vigilancia cada vez más intrusivos. Gobiernos, corporaciones y plataformas digitales recogen datos masivos sobre cada individuo: hábitos, gustos, opiniones, contactos. Todo es analizado, clasificado y anticipado. La privacidad se convierte en un mito, y la libertad, en una ilusión condicionada por algoritmos que conocen nuestras debilidades mejor que nosotros mismos.

Esta capacidad de observación puede ser utilizada para manipular elecciones, generar desinformación o imponer comportamientos. La IA, cuando se cruza con intereses económicos o políticos, se vuelve una herramienta de poder sin escrúpulos. Se construyen burbujas ideológicas donde cada individuo solo ve lo que los algoritmos deciden mostrar.

Así, la inteligencia artificial no solo transforma el presente, también moldea el futuro, condicionando libertades fundamentales. Nos movemos en un entorno diseñado por sistemas invisibles, cuyas decisiones ya no se pueden rastrear ni revertir fácilmente. El control, en lugar de disolverse, se hace más sutil y omnipresente.

La ilusión de una máquina neutral

Uno de los errores más frecuentes es creer que las máquinas son neutrales. La inteligencia artificial no flota en el vacío: es entrenada con datos humanos, reflejo de nuestras historias, prejuicios y errores. Por tanto, los sistemas de IA no solo heredan los sesgos del pasado, sino que los perpetúan con una eficiencia mecánica.

Racismo, machismo, clasismo o discriminación pueden reproducirse a gran escala bajo una apariencia de objetividad. Lo que parece una decisión técnica, muchas veces es la extensión de una estructura de poder que se esconde tras el código. La apariencia de imparcialidad es solo eso: apariencia.

Confiar ciegamente en la inteligencia artificial es ignorar su origen. Detrás de cada algoritmo hay una intención, una lógica, una arquitectura de valores. No es la tecnología en sí lo que resulta peligroso, sino el modo en que se diseña, se utiliza y se deja sin vigilancia.

Hacia una reflexión crítica

La inteligencia artificial representa un desafío civilizatorio de proporciones inéditas. Nos enfrenta a dilemas éticos, laborales, culturales y humanos que no pueden ser respondidos únicamente con avances tecnológicos. Más allá del entusiasmo y el asombro, se impone la necesidad urgente de pensar sus implicancias desde la filosofía, la política y la educación. ¿Qué tipo de sociedad estamos construyendo si dejamos que las máquinas definan nuestras relaciones, nuestros valores y nuestras decisiones?

Frente a la expansión acelerada de la IA, se requiere una alfabetización crítica. No basta con saber usar las herramientas: debemos comprenderlas, cuestionarlas y proponer límites. La tecnología no es neutral y sus consecuencias no son inevitables. El destino que nos aguarda depende de nuestra capacidad para intervenir en su curso y para defender lo humano en medio de lo digital. Solo así evitaremos convertirnos en piezas reemplazables dentro de un sistema que ya no reconoce el valor del error, la pausa o la duda.

La inteligencia artificial seguirá creciendo. Lo decisivo es que, como sociedad, no crezcamos a ciegas. Que sepamos construir reglas, generar debate y mantener viva la conciencia crítica. No estamos ante una amenaza inevitable, sino ante una oportunidad de decidir quiénes queremos ser. El futuro de la IA no está escrito: aún puede ser una historia donde lo humano conserve el protagonismo.

 

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Los gritos de la mente
acechan en la oscuridad,
quebrantando la paz
de almas condenadas.

Los torturan
pensamientos negros,
invadiendo cada rincón,
buscando romper la serenidad.

Voces interiores
clamando por maldad,
demonios del averno
que envuelven los corazones.

Gritos de la mente,
desgarrantes como el alba,
sacrificando la inocencia
de los tiempos de silencio.

Espacios tan crueles
como el desamor,
que llama a la puerta
para escupir en el rostro.

Gritos de la mente,
nacidos en una ruptura;
carga tan vil
como la piel misma.

José Carlos Botto Cayo

Fuente: Botto Cayo, J. C. (s.f.). Bottocayo. Obtenido de https://bottocayo.com/

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