Jose Carlos Botto Cayo
Una historia no contada es como una palabra no dicha. Hay relatos que nacen para ser compartidos, memorias que no deben apagarse en el silencio del olvido. Yo he guardado la mía por mucho tiempo, esperando quizás el instante en que alguien pudiera entenderla, o tan solo escucharla sin juzgar. Ahora sé que el momento ha llegado. Porque las historias no son solo para quien las vive, sino para quienes las necesitan. Las palabras, como alas invisibles, pueden cruzar los abismos del alma. Y esta es mi forma de volar, sin alas, pero con verdad.
De donde provengo, la existencia no se mide por tiempo ni materia. Nuestra forma no es corpórea; somos pensamiento, luz, armonía. No sentimos como ustedes, pero conocemos la empatía en su estado más puro. Las emociones humanas nos parecen intensas y confusas, como una sinfonía con notas que se elevan y caen sin cesar. Nuestro mundo es blanco y negro, no por falta de belleza, sino porque la esencia no necesita adornos. Sin embargo, desde el día que descendí por primera vez, entendí que en los colores hay una energía misteriosa que nos atrae profundamente, como si cada tono fuera un fragmento de la memoria perdida.
Dios nos habla de formas que ustedes no podrían imaginar. No hay voces, ni palabras, solo vibraciones que tocan nuestro interior. Nos entrega misiones, tareas que debemos cumplir en la Tierra. La mía fue especial: debía acompañar a los poetas, guardianes invisibles del alma humana. Ellos tienen la capacidad de transformar el dolor en belleza, la soledad en verso. Y yo debía aprender de ellos. Fue allí, en medio de la tinta y el suspiro, donde descubrí cuánto podía cambiar dentro de mí. Empecé a sentir. No solo observar, sino sentir como ustedes. Y entonces quise más.
Durante siglos hemos descendido a la Tierra en busca de comprensión. Pero cada vez que uno de nosotros decide quedarse, renuncia a su luz original. No porque sea un castigo, sino porque es el precio de vivir entre ustedes. Mis hermanos, uno por uno, colgaron sus alas. Algunos por amor, otros por compasión, otros simplemente por curiosidad. Y aunque el cielo llora cada pérdida, también comprende que en esa caída hay una posibilidad de transformación. No es traición, es elección.
Los niños nos ven. No siempre, pero en ciertas edades, sus almas todavía recuerdan. Nos sonríen en sus sueños o nos dibujan sin saberlo. Hay algo puro en su mirada que nos conmueve. Yo solía posarme junto a una niña que hablaba con mariposas. Me llamaba ‘el amigo del viento’. Ella no sabía mi nombre, pero lo sentía. Me ofrecía trozos de pan y palabras dulces. Un día me preguntó si los ángeles también tenían miedo. No supe qué decir. ¿Acaso yo estaba comenzando a temer también?
Los humanos olvidaron su origen divino. Se entregaron al ruido, a las pantallas, a las prisas. En su búsqueda de placer, han perdido el sentido del alma. Nosotros no tenemos cuerpos, pero los admiramos. Ustedes sienten con una intensidad que nos fascina. El sabor de una fruta, la brisa en la piel, el temblor de una emoción. Todo eso es milagro. Por eso, algunos ángeles renunciaron a su esencia. No por debilidad, sino por deseo de vivir ese milagro. Pero en la Tierra, nada es gratis. Y algunos pagaron caro por sentir.
Me tocó acompañar a poetas. A muchos. Vi cómo sus corazones se partían en versos. Uno me escribió un poema sin saber que yo lo leía sobre su hombro. Otro, en un rincón de la ciudad, cantaba al amor perdido sin imaginar que el amor le escuchaba en forma de ángel. Descubrí que ellos eran mensajeros, igual que nosotros. Pero sin alas, sin instrucciones. Solo con una pluma y un corazón herido. Y entendí que quizá los humanos son ángeles caídos que aún no saben volar de nuevo.
El amor es la fuerza más poderosa que he sentido en la Tierra. Pero también la más peligrosa. He visto cómo se transforma en ira, cómo se disfraza de posesión. Me costó aceptar que alguien pudiera lastimar a otro en nombre del amor. Nosotros amamos sin límites, sin propiedad. En nuestro mundo, amar es desear el bien del otro, sin esperar recompensa. Aquí, amar muchas veces significa controlar, temer, dominar. ¿En qué momento se olvidó que amar es soltar, no retener?
Vi a mujeres llorar por quienes juraban protegerlas. Vi a hombres destruirse por una mirada que no comprendieron. Vi familias romperse por orgullo. Y también vi la esperanza resistiendo, temblando en los rincones. La ternura se ha vuelto un acto de valentía. Y la compasión, una revolución. Pero sé que aún hay luz. En cada gesto, en cada mano que se tiende sin esperar, en cada palabra que abraza. Esa luz es la que me dio fuerzas para tomar mi decisión.
Hoy dejo mis alas. No porque me las hayan arrancado, sino porque ya no las necesito. He decidido caminar con ustedes, como uno más. Perderé mis dones, mi visión, mi esencia, pero ganaré otra cosa: la oportunidad de amar como ustedes, de llorar, de caer, de levantarme. No vengo a salvar a nadie. Vengo a aprender, a fallar, a intentar. Tal vez con el tiempo, mi presencia pueda hacer una diferencia. Tal vez alguien me escuche y recuerde que también tuvo alas alguna vez.
Este cuerpo que me espera no será perfecto. Sentirá frío, hambre, dolor. Pero también sentirá el roce de una caricia, la dulzura del chocolate, el vértigo del primer beso. Todo eso que ustedes dan por sentado, para nosotros es un misterio maravilloso. Vivir es un milagro. Incluso en el caos. Incluso en la pérdida.
Mis hermanos me han despedido con cantos de aurora. Sus voces me acompañan mientras escribo esto. Algunos lloran. Otros me envidian. Pero todos entienden. No hay traición en el deseo de comprender. No hay pecado en amar demasiado. Y si alguna vez me preguntan quién soy, diré con orgullo: fui ángel, ahora soy humano. Y tal vez, algún día, vuelva al cielo con historias que contar.
Si alguna vez sientes que algo invisible te acaricia el alma, si una brisa te susurra justo cuando más la necesitas, tal vez sea yo. No como ángel, sino como alguien que camina a tu lado, que te escucha, que también se pierde y busca sentido. Porque a veces, para comprender el cielo, hay que tocar la tierra.
Esta carta no es un adiós. Es una bienvenida. A la vida, al error, a la ternura. A la risa, al abrazo, a los silencios compartidos. Que el amor no sea una jaula, sino un vuelo. Y que cada uno de ustedes recuerde, en lo profundo, que también fue luz alguna vez. Y puede volver a serlo.
Gracias por leerme. Gracias por sentirme. Que tu alma despierte con cada palabra. Que tu vida sea la carta que el mundo espera. Y si alguna vez me ves, en un sueño o en una esquina del día, no me saludes como a un ángel. Solo abrázame. Como si fuéramos viejos amigos reencontrándose en medio del viaje.
Desde que decidí abandonar mis alas, he comenzado a percibir los sonidos de otra manera. Antes, eran vibraciones que reconocía como ecos del universo, como pulsos de conciencia. Pero aquí, en este plano donde respiro con pulmones y no con luz, los sonidos son distintos: hay risas que curan, llantos que limpian, silencios que hablan más que las voces. Descubrí que el mundo humano es un océano de emociones donde cada ola lleva consigo un deseo, un miedo, un recuerdo.
He caminado por calles llenas de vida y por otras vacías de esperanza. En ambas he visto rastros de lo divino. Un niño que sujeta con fuerza la mano de su madre, una anciana que riega las plantas como quien reza, un joven que ofrece comida a un perro sin esperar nada. Cada gesto me recuerda que la humanidad no está perdida, solo adormecida. Hay ángeles que nunca necesitaron alas, porque llevan en sus acciones la esencia del cielo.
Tuve miedo. No lo niego. El miedo no existe en nuestra dimensión, pero aquí es parte del aire. Al principio no sabía qué era: sentía un nudo, una inquietud, una necesidad de huir. Me tomó tiempo ponerle nombre. Miedo. Y sin embargo, aprendí que tener miedo es humano. Lo importante no es evitarlo, sino caminar a pesar de él. En la aceptación del temor, encontré una fuerza que nunca antes había conocido.
Aprendí también sobre el tiempo. Para nosotros, el tiempo es una ficción; todo ocurre en un solo instante eterno. Aquí, en cambio, cada segundo cuenta. Las personas se apuran, temen perder oportunidades, corren detrás de relojes. Pero también celebran cumpleaños, aniversarios, estaciones. El tiempo, pese a su tiranía, les da sentido. Les permite extrañar, volver, esperar. Es un maestro duro, pero justo.
Observé el arte humano y quedé maravillado. Pinturas que contienen siglos de emociones. Músicas que vibran como las esferas celestes. Bailes que narran sin palabras. Me senté frente a murales urbanos, escuché a músicos callejeros y leí poesía escrita en servilletas. Me di cuenta de que el arte es una forma de recordarles que hay algo más allá del cuerpo, una chispa que arde incluso en medio del dolor.
Pasé noches enteras bajo los árboles, hablando con la luna. No con palabras, sino con pensamientos. Ella me respondía con sombras suaves y brillos temblorosos. Me sentí acompañado. Sentí que, incluso sin alas, el universo seguía conversando conmigo. En esas madrugadas entendí que no había perdido mi esencia: la había transformado.
Una tarde conocí a un hombre que había perdido a su hijo. Me senté a su lado, sin decir nada. Él tampoco habló. Solo compartimos el silencio. Sus ojos miraban el suelo como si esperaran que algo brotara de él. Cuando por fin habló, me dijo que no entendía por qué la vida podía ser tan injusta.
No supe responderle. Tal vez porque la justicia humana es muy distinta de la celestial. Pero le ofrecí mi mano. La sostuvo. Lloró. Y supe que, en ese gesto, había cumplido con algo más grande que una respuesta: lo había acompañado en su dolor, y eso era suficiente.
Vi parejas enamoradas y otras que se herían con palabras. Entendí que el amor necesita cuidado, que no basta con sentirlo, hay que nutrirlo. Vi a personas perdonarse tras años de rencor, y otras encerrarse en su orgullo. El amor no es fácil. Pero sin él, este mundo se marchitaría. Por eso decidí que, si alguna vez amo como humano, lo haré con todo el alma, sabiendo que el riesgo vale la pena.
He empezado a escribir. No cartas celestiales, sino historias que surgen del suelo. Crónicas de seres invisibles, cuentos que nacen en las calles. Me inspiran los rostros cansados, las manos callosas, los suspiros entre semáforos. La humanidad es un libro abierto con páginas a medio escribir. Yo quiero ser tinta en esas páginas. No para enseñar, sino para aprender mientras escribo.
He adoptado un nombre, uno común, uno que no suene a eternidad. Camino entre ustedes como si siempre hubiera estado aquí. Nadie me reconoce, y eso es perfecto. No necesito gloria ni milagros. Solo necesito presencia. Si logro que una persona sonría un día gris, si consigo que alguien crea de nuevo en sí mismo, sabré que todo valió la pena.
Y aunque extraño el cielo, no me arrepiento. Aquí encontré otra forma de volar: con los pies en la tierra, con los ojos húmedos, con el corazón palpitando. Aquí descubrí que el dolor es parte de la vida, pero también lo es la risa, el asombro, el reencuentro. Y si algún día vuelvo a mi dimensión original, llevaré conmigo los aromas del café, el calor de un abrazo y el murmullo de las ciudades.
La eternidad, ahora lo sé, no está en el más allá. Está en cada instante vivido con plenitud. En cada acto de bondad. En cada mirada honesta. En cada palabra que consuela. Y quizás, al final, los verdaderos ángeles no somos nosotros, los celestiales. Tal vez los verdaderos ángeles son ustedes, que caen y se levantan una y otra vez, que aman aunque duela, que sueñan aunque no haya garantías.
Gracias por recibirme en su mundo. Gracias por enseñarme a ser frágil, a ser humano. Yo, que nací de la luz, he encontrado en la sombra un nuevo significado. Y en medio de todo, sigo siendo lo que siempre fui: un viajero del alma, un portador de historias, una chispa del amor eterno vestida con carne y hueso.