José Carlos Botto Cayo
En el campo,
se siente el olor a Dios,
quizá no al cristiano,
pero sí a un dios errante.
Durante los siglos pasados,
un dios de dioses existió;
gobernaba como humano
en una tierra andina.
Este dios terreno
caminó por muchas tierras,
anexándolas a esta América
que hoy quedó desmembrada.
Durante esos días de gloria,
el metal dorado era un adorno
que en siglos posteriores
los europeos matarían por tener.
En nuestra tierra andina,
el dios de dioses unió los pueblos
bajo la sombra de su padre,
un dios luminoso llamado Wiracocha.
El dios de dioses
comenzó una mañana cualquiera,
de la mano de su amada,
buscando un lugar para el hogar.
Luego de muchas generaciones,
ese hogar cuzqueño
creció con el amor de los dioses,
dejándonos la enseñanza de la tierra.
