Los bigotes de Barranco
Los bigotes de Barranco
José Carlos Botto Cayo
En una vieja casona colonial de Barranco, con balcones de madera que crujían al amanecer y grafitis filosóficos en las paredes, vivía un gato singular. Se llamaba Basilio. Tenía el pelaje gris con tonos azules, ojos de un verde tan profundo como el océano y un porte que evocaba a un viejo profesor universitario venido a menos. Era flaco, elegante, y caminaba con la solemnidad de un sabio que ha vivido demasiadas vidas.
Basilio no era un gato cualquiera. Era un gato lector. Desde pequeño, cuando se colaba por una rendija del tejado a la biblioteca de la señora Elvira —una escritora jubilada y fumadora empedernida—, aprendió a leer observando con detenimiento las páginas mientras ella leía en voz alta a Proust o a Vallejo. Se acostumbró al olor del papel viejo, al crepitar de las páginas, al misterio de las palabras. Y aunque su maullido era como el de cualquier otro gato, en su cabeza habitaban ensayos, versos y una aguda conciencia del mundo.
—No se puede ser ignorante en una ciudad tan absurda —se decía cada mañana mientras se acicalaba frente a una poza del parque municipal.
Basilio vivía libre, sin dueño fijo, aunque todos lo creían propio. Dormía algunas noches sobre el piano del hostal “La Rosa Náutica de los Sueños”, otras en la banca de piedra frente a la iglesia La Ermita, y muchas veces en los tejados de la cuadra ocho de Sáenz Peña, donde se reunía con su pandilla: los otros gatos de Barranco, tan libres como él, pero cada uno con su peculiaridad.
Estaba Mirla, una gata atigrada con ojos como linternas y alma de poeta. Hablaba poco, pero cada vez que lo hacía era para soltar una frase que detenía el tiempo. “La ciudad ronronea, Basilio”, le dijo una vez, “pero nadie escucha su dolor”. Desde entonces él la miraba con una mezcla de ternura y respeto que jamás se atrevió a confesarle.
Luego venía Tristán, el más gordo de todos, un gato naranja con alma de bon vivant. Sabía dónde se servía el mejor cebiche de pescado en las cocinas barranquinas, y siempre conseguía que alguien le convidara una yuca frita o un trozo de chicharrón. Era perezoso, pero con una capacidad admirable para esquivar problemas.
La tercera del grupo era Sombra, una gata completamente negra, de movimientos suaves y mirada intensa. Se decía que vivía en la casa de un artista plástico, y que había sido musa de varias pinturas, aunque nadie la había visto posar. Era silenciosa, pero observaba todo. Se deslizaba por los muros como si fuera una sombra real. De ahí su nombre.
Y por último estaba Matías, un gato joven, blanco con manchas negras, ágil como una ráfaga, sin modales, sin pasado y sin miedo. Era el recién llegado al barrio, lleno de preguntas, algo insolente, pero también sediento de historias.
—¿Y tú por qué hablas como si fueras un libro? —le preguntó a Basilio una tarde en la Bajada de Baños.
—Porque los libros tienen memoria, y la memoria es lo único que nos salva de convertirnos en ruido —respondió Basilio sin mirar atrás.
Los cinco formaban una suerte de república felina, con reuniones nocturnas en los techos frente al mar. Hablaban de política de gatos, de comida, de humanos, de arte y del clima. Basilio era el moderador, el sabio, el que citaba a Sartre o a Vallejo cuando el grupo se enfrascaba en discusiones demasiado banales. A veces, improvisaban funciones teatrales frente al Faro de Miraflores, con Basilio recitando a Shakespeare y Tristán haciendo de bardo ebrio. La gente los miraba extrañada, sin saber que estaban frente a una auténtica compañía gatuna de artes escénicas.
Pero no todo era poesía. El barrio tenía también sus amenazas. En la calle Colina, cerca de la plaza principal, vivía Don Canuto, un perro salchicha viejo, resentido y con rencores antiguos hacia los gatos del distrito. Les ladraba desde su ventana como si fuesen fantasmas del pasado que venían a perturbar su paz. Más de una vez había intentado atrapar a Tristán, sin éxito, y soñaba con ver a Basilio caer desde un tejado por accidente.
—Esos gatos son un peligro para la moral barranquina —decía siempre a su dueña, una señora que jamás lo entendía.
Un día, la armonía del barrio fue sacudida por un rumor: una nueva cadena de cafeterías estaba comprando las casas antiguas de la cuadra seis. Querían convertir Barranco en un “barrio hipster”, con azoteas minimalistas, café orgánico y espacios “pet friendly”, pero sin espacio para gatos vagabundos.
La noticia cayó como una piedra en el corazón de los felinos. No solo perderían sus escondites, sino también su esencia. ¿Qué era un gato de Barranco sin los muros descascarados, sin los tejados coloniales, sin los laberintos de flores silvestres que crecían entre los ladrillos?
—Van a convertir nuestro hogar en una vitrina —murmuró Mirla con tristeza.
—Y los humanos van a tomarse fotos con nosotros para sus redes, sin saber quiénes somos —agregó Sombra.
Fue entonces cuando Basilio propuso algo inaudito: resistir.
—Si quieren que desaparezcamos, les recordaremos que existimos. Pero no como mascotas simpáticas, sino como los gatos que forjaron este barrio con sus pasos nocturnos. Seremos memoria viva.
Durante semanas, organizaron una campaña clandestina. Dejaron huellas de tinta en los parques, con pequeños poemas escritos en las paredes, firmados con zarpazos. Se colaban en las presentaciones de libros y se sentaban en el regazo de los poetas. Se aparecían en las filmaciones y se escabullían en los conciertos.
Los vecinos comenzaron a hablar. “¿Has visto a ese gato gris que parece que entiende lo que lee?”, decían. Otros los fotografiaban y subían sus imágenes a redes sociales, pero algo cambiaba: los gatos no eran decorado, eran protagonistas.
Una noche, Basilio subió al tejado del Museo de Arte Contemporáneo. Desde ahí, con la luna como testigo, dio su discurso final:
—Somos parte del alma de esta ciudad. Hemos dormido en sus grietas, soñado en sus cornisas, amado sobre sus tejas. No somos una anécdota. Somos historia.
Y en silencio, todos los gatos de Barranco lo acompañaron, mirando el mar como si fuera un espejo del pasado.
Hoy, si caminas por Barranco y pones atención, tal vez veas a Basilio en algún balcón, leyendo con los ojos entrecerrados. O a Mirla escribiendo un poema con su garra en la arena húmeda. O a Sombra trepando los muros de una galería de arte. Tristán aún mendiga trozos de pescado frente al mercado. Y Matías corre como un loco por los techos, pero ya no pregunta tanto. Ha entendido que en Lima, como en la vida, uno pertenece no al lugar donde duerme, sino al sitio donde sueña.
Porque hay ciudades que olvidan. Pero hay gatos que recuerdan.
Y Barranco, por suerte, aún es tierra de gatos sabios.