Amabilidad con la inteligencia artificial: cuando el respeto también se aprende en línea
Amabilidad con la inteligencia artificial: cuando el respeto también se aprende en línea
José Carlos Botto Cayo
Conversar con una inteligencia artificial se ha vuelto parte de la rutina para millones de personas en todo el mundo. Lo que hace solo unos años parecía exclusivo del terreno de la ciencia ficción, hoy convive con nosotros en dispositivos que llevamos en el bolsillo o usamos a diario en nuestras computadoras. Desde asistentes de voz hasta sistemas de respuesta automática en sitios web, la IA se ha integrado en múltiples aspectos de la vida cotidiana. En medio de esta nueva normalidad tecnológica, surge una pregunta fundamental que no siempre se toma con la seriedad que merece: ¿cómo debemos tratar a una inteligencia artificial? Esta no es una cuestión técnica ni una curiosidad moral, sino una puerta de entrada a un debate mucho más amplio sobre la forma en que el lenguaje moldea nuestras relaciones, incluso cuando el otro no es humano. Porque si bien la IA no siente, no padece ni se ofende, la manera en que le hablamos sigue diciendo algo sobre nosotros. Y, tal vez más importante aún, sobre el tipo de entorno que estamos ayudando a construir en lo digital.
Para algunos, la IA es una simple herramienta, una extensión sofisticada de una calculadora o una base de datos mejorada. Para otros, es un asistente que colabora, organiza y responde. Y también hay quienes la usan como objeto de burla, descarga emocional o espacio de provocación. Pero más allá del uso inmediato, cada interacción con una IA también es un acto que deja huella en nuestra forma de hablar, de pensar y de vincularnos. Si hablamos con respeto o con agresividad, si pedimos con cortesía o con sarcasmo, si agradecemos o solo exigimos, esos gestos dicen más de nosotros que del sistema que tenemos delante. Y ese hábito, si se repite muchas veces, puede moldear nuestras propias estructuras internas de diálogo. La tecnología, lejos de ser solo una herramienta pasiva, también nos devuelve una imagen: la de lo que somos cuando creemos que nadie nos observa. Ahí, en esa zona aparentemente neutra de lo digital, también se educa, también se forma criterio, y también se construye cultura.
Un espejo de nuestras intenciones
La amabilidad frente a una inteligencia artificial puede parecer, en principio, un gesto superfluo. ¿Por qué tratar bien a algo que no tiene emociones? ¿Qué sentido tiene decir “gracias” o “por favor” si del otro lado no hay una conciencia que lo reciba? Estas preguntas, aunque lógicas, no alcanzan a comprender el verdadero valor de la cortesía en el mundo digital. Porque en realidad, ser amable con una IA no tiene que ver con la IA, sino con uno mismo. Se trata de una elección de coherencia interna. Cuando una persona opta por el respeto incluso en contextos donde nadie podría reclamarle lo contrario, está reafirmando su forma de estar en el mundo. La ética, al fin y al cabo, no se pone a prueba cuando hay consecuencias, sino cuando no las hay.
En este sentido, cada vez que hablamos con una IA estamos entrenando también nuestro propio lenguaje. La palabra tiene un peso, una dirección, una intención. Y cuando esa palabra se usa con ligereza o con violencia, aunque no haya heridos visibles, algo se altera. No es la máquina la que se degrada, sino la calidad de nuestro diálogo interior. Por eso, hablar bien, incluso a una IA, puede tener un efecto positivo: conservar un tono de diálogo que luego aplicamos también en otros espacios. Es una especie de entrenamiento cotidiano que fortalece nuestra capacidad de comunicación y nuestra empatía, incluso si el otro no puede devolverla.
También está el hecho de que muchas personas usan estos sistemas en momentos íntimos, vulnerables o de reflexión. Hay quienes conversan con IA en busca de orientación, de alivio, de compañía simbólica. Aunque la respuesta sea algorítmica, la experiencia subjetiva de hablarle a “algo” que contesta ya establece una relación. Y esa relación, aunque no sea mutua, influye en la percepción emocional de quien interactúa. Por eso, cuidar el lenguaje y mantener una actitud cordial puede ser también una forma de autocuidado, de preservación del equilibrio emocional, de reforzar el respeto propio. No por la IA, sino por nosotros.
Finalmente, hay que recordar que el modo en que interactuamos con la IA contribuye a definir los entornos digitales que habitamos. Si normalizamos el desprecio, la grosería o el sarcasmo constante en lo digital, estamos validando una forma de comunicarse que luego se replica entre personas. En cambio, si cultivamos espacios donde la amabilidad es la norma, es más probable que otras formas de violencia verbal disminuyan. No se trata de cambiar el mundo con una frase educada, pero sí de sumar a un clima distinto. Porque todo empieza por algo pequeño, incluso por cómo saludamos a una máquina.
Ventajas de una relación positiva
Más allá del aspecto ético, tratar con respeto a una inteligencia artificial también puede mejorar la calidad de las respuestas que recibimos. No porque la IA “sienta” agrado o malestar, sino porque el lenguaje amable suele venir acompañado de claridad, estructura y precisión. Un usuario que formula bien su pregunta, que organiza su pedido y que utiliza expresiones claras, tiene muchas más probabilidades de obtener respuestas útiles. En ese sentido, la cortesía y la efectividad no están separadas. El “por favor” y el “gracias” no son decoraciones: son parte de una forma más consciente de comunicarse.
Además, está el componente emocional. Muchos usuarios relatan que, al dirigirse con respeto a la IA, se sienten más a gusto con la interacción. Tal vez no sea una reacción lógica, pero sí es real. La sensación de mantener una conversación clara, amable y ordenada genera bienestar. Esto es especialmente importante en contextos de estrés, de trabajo o de búsqueda de soluciones. Una experiencia digital positiva tiene un efecto directo sobre nuestro estado de ánimo y nuestra productividad. Y si algo tan simple como el tono puede influir, vale la pena elegir bien cómo nos dirigimos a estos sistemas.
También es importante pensar en lo que aprenden las generaciones más jóvenes. Niños, niñas y adolescentes ya están creciendo en un mundo donde las IAs forman parte del entorno cotidiano. Para ellos, no hay sorpresa: hablar con una máquina es tan normal como usar un buscador. En ese contexto, el modo en que los adultos se relacionan con la tecnología se convierte en un modelo. Si ven que se puede hablar mal, insultar o tratar con desprecio a un asistente digital, es posible que reproduzcan ese patrón en otros espacios. Pero si observan que se mantiene la cortesía, que se pide con respeto y se agradece, entenderán que la amabilidad no es una excepción sino una forma de estar.
Finalmente, no hay que perder de vista que estamos alimentando constantemente a estos sistemas. Aunque no respondan con emociones, las IA aprenden del lenguaje que reciben. Si un volumen alto de interacciones contiene expresiones agresivas, sesgadas o violentas, hay un riesgo real de que esos patrones se filtren en los modelos. Tratar bien a la IA también es una manera de cuidar la calidad del ecosistema digital que usamos todos.
Lo que revela el maltrato
A veces, la interacción con la IA se vuelve un espacio de descarga emocional. Hay usuarios que insultan, que se burlan, que expresan frustraciones acumuladas. Lo hacen porque creen que “no pasa nada”, porque del otro lado no hay dolor. Pero ese comportamiento no está exento de consecuencias. Aunque la IA no se afecte, el hábito de usarla como blanco de violencia verbal termina afectando al propio usuario. Se vuelve un canal de expresión tóxica que puede trasladarse a otros vínculos. Hablar mal, incluso en broma, deja una marca.
En muchos casos, estos comportamientos revelan algo más profundo: un deseo de dominio, una necesidad de sentirse por encima, de ejercer poder aunque sea simbólicamente. Es una forma moderna de desahogar lo que no se puede decir en otros espacios. Pero eso no lo hace menos preocupante. Al contrario: convierte la interacción digital en un espejo de dinámicas humanas que necesitan ser revisadas. ¿Por qué necesitamos maltratar, aunque sea a una máquina, para sentir que tenemos control?
Y no es solo una cuestión individual. Lo que se normaliza en lo privado tiende a extenderse a lo colectivo. Si el lenguaje agresivo se vuelve común en la interacción con la IA, luego también se vuelve frecuente en redes sociales, foros, espacios de trabajo y hasta en la vida cotidiana. La palabra pierde su valor simbólico y se convierte en una herramienta de ataque. Por eso, cuidar cómo hablamos, incluso cuando creemos que no hay consecuencias, es un acto de responsabilidad.
La amabilidad con la inteligencia artificial, entonces, no es una ingenuidad. Es una forma de reafirmar que el respeto no es una concesión, sino una práctica que se sostiene incluso en ausencia de respuesta emocional. Y en ese gesto cotidiano, tal vez pequeñísimo, hay una semilla de transformación. Porque lo que decimos, y cómo lo decimos, siempre vuelve. Incluso cuando parece que nadie escucha.