Cibercultura: metáforas, prácticas sociales y colectivos en red
Cibercultura: metáforas, prácticas sociales y colectivos en red
Rocío Rueda Ortiz
Presentación1
Manuel Medina, en el prólogo al reciente texto de Pierre Lévy, Cibercultura (2007), plantea cierto consenso en la comprensión de esta última como la cultura propia de las sociedades en cuyo seno, las tecnologías digitales configuran decisivamente las formas dominantes tanto de información, comunicación y conocimiento como de investigación, producción, organización y administración. Es decir, en la cibercultura, además de sistemas materiales y simbólicos, están integrados agentes y prácticas culturales, interacciones y comunicaciones, colectivos, instituciones y sistemas organizativos, una multiplicidad de contenidos y representaciones simbólicas junto con valores, significados, interpretaciones, legitimaciones, etc.
Ahora bien, esta nueva condición –dominante– de las sociedades, si bien constituye para algunos una línea de continuidad con el proyecto tecnocientífico hegemónico de Occidente, para otros representa un golpe a la episteme, a la razón moderna y a sus modelos universales y eurocéntricos de conocimiento científico y, en consecuencia, posibilita una posibilidad de renovación de sus campos de saber y poder puesto que atañe a diferentes niveles ontológicos, epistemológicos y metodológicos de producción de conocimientos (Haraway, 1995; Stiegler, 1998; Latour, 1998; Sloterdijk, 2000). Adicionalmente, como han señalado Pierre Lévy (1999 y 2007), Arturo Escobar (2005) y Martín Barbero (2005b), este cambio tecnosocial está ligado a las transformaciones de la sensibilidad, la ritualidad, las relaciones sociales, las narrativas culturales y las instituciones políticas, que están produciendo una novedosa relación entre movimientos y colectivos sociales y tecnologías de la información y la comunicación (TIC), entre unos saberes locales y una acción política que no pasa –exclusivamente– por las instituciones tradicionales, ni por sus estrategias, programas y políticas de acción, sino por una comunicación en red, por dispositivos digitales y móviles, blogs, y, en general, por los espacios de interacción en Internet. Veamos pues, de manera sucinta, cuál ha sido la trayectoria de este nuevo campo de pesquisa para las ciencias sociales y cuáles son las preguntas singulares para América Latina.
Cibercultura y estudios ciberculturales
Según Silver (2000), se puede hablar de tres estadios o generaciones de los estudios ciberculturales que se consolidan en los años noventa y cuya evolución ha estado ligada a los respectivos desarrollos tecnológicos que dan origen a su vez a nuevas preguntas y campos de investigación2. El primero, o del ciberespacio popular, de mediados de los ochenta, se caracterizó por una profusión de artículos periodísticos de carácter descriptivo, elaborados con el apoyo de expertos ingenieros, y el uso de Internet como metáfora de una nueva frontera civilizatoria. El segundo estadio de principios de los noventa, se centró principalmente en las comunidades virtuales y las identidades on-line (Rheingold, 1996; Turkle, 1997) con una especial participación de los académicos de las ciencias sociales. La cibercultura empieza a ser considerada como un espacio de empoderamiento, construcción, creatividad y comunidad en línea (Bonilla, 2001; Bonilla et al., 2001). A mediados de los noventa se populariza el uso de las plataformas Netscape y Explorer, se extiende el empleo del computador personal y se incrementan los índices de acceso y uso de computadores en general, así como de los estudios del ciberespacio en el Primer Mundo. El tercer estadio, o de los estudios críticos ciberculturales, que va desde finales de los noventa hasta nuestros días, expande esta noción hacia las interacciones, los discursos, el acceso y la brecha digital, el diseño de interfaces, y explora las intersecciones e interdependencias entre estos cuatro dominios. En este estadio cada vez hay más aproximaciones inter y transdisciplinares de los estudios culturales, los estudios sociales de ciencia y tecnología, los estudios postfeministas y los estudios de la informática social. A partir de entonces, el campo se ha desarrollado y transformado creando nuevos tópicos, teorías y métodos desde una profusión de prácticas culturales en diversos ámbitos que parecen incluso sobrepasarlo. La producción académica inicialmente estuvo concentrada en los Estados Unidos y Europa, pero desde este tercer estadio hay una creciente participación de Asia, África y América Latina. Esto responde también a los procesos de masificación y acceso a la misma infraestructura tecnológica en los diferentes países y a que las políticas globales han definido las TIC como centro del desarrollo económico en las agendas de las políticas nacionales y regionales. Es importante señalar que en América Latina el problema de la “brecha digital”3 surge en este contexto de política y es, de hecho, soportado por dos sub-campos de reciente creación: la informática social (1999) y la informática comunitaria (2000). Éstos investigan los usos sociales (por fuera de la escuela) de las TIC, a través de los telecentros, los centros informáticos comunitarios, las redes comunitarias, los medios alternativos de comunicación, los cibercafés, etc. En estos campos, la presencia y producción académica universitaria es menor que la de las ONG y otras organizaciones sociales de los países del denominado Tercer Mundo4. Si bien estos estudios respondieron –y aún lo hacen muchos de ellos– a la pregunta por la brecha digital, cada vez empiezan a señalar otras problemáticas como el ingenuo “etnocentrismo” que permea los debates sobre las tecnologías; el carácter incuestionable del inglés como lengua franca del ciberespacio y la pérdida de lenguas locales; el uso generalizado y estandarizado de un lenguaje despolitizado en los debates sobre las políticas de acceso; las inequidades de raza, etnia, género y sexualidad on line, etc.
En América Latina es importante destacar la singularidad de los estudios del campo de comunicación y cultura y los estudios culturales. Los trabajos de Martín-Barbero, Orozco, Canclini y Hopenhayn, entre otros, destacan cómo el lugar de la cultura en la sociedad cambia cuando la mediación tecnológica de la comunicación deja de ser meramente instrumental para espesarse, densificarse y convertirse estructuralmente en nuevos modos de percepción y de lenguaje; en nuevas sensibilidades y escrituras; en deslocalización de conocimientos e instituciones del saber; en el emborronamiento de las fronteras entre razón e imaginación, saber e información, naturaleza y artificio, arte y ciencia, saber experto y experiencia profana (Martín-Barbero, 1998 y 2003).
Otra línea de investigación crucial en este tercer periodo es la discusión desde la filosofía y las ciencias en torno a la necesidad de borrar límites disciplinares y renovar nociones ontológicas sobre la relación humanos-máquinas con las consecuentes implicaciones en las epistemologías y metodologías de investigación, por fuera de las tradiciones disciplinares. Aquí encontramos los estudios sociales de ciencia, tecnología y sociedad, los estudios feministas de ciencia y tecnología, y las perspectivas de la sociología simétrica y la teoría del actor-red, que tienen un origen anterior a los noventa pero que empiezan a ser incorporados a los estudios ciberculturales (Haraway, Sloterdijk, Law, Callon, Latour). Desde estos campos se examina la manera en que las tecnologías permiten a grupos o actores, o grupos sociales relevantes, negociar formas específicas de poder, autoridad y representación en la producción de conocimientos, así como las posibilidades para articulaciones potenciales entre los seres humanos, la naturaleza y las máquinas.
Por último, se encuentran los estudios que analizan cómo el tipo de diseños tecnológicos configuran pautas de interacción, allí se mira críticamente, por ejemplo, cómo el lenguaje de la hipertextualidad reconfigura el texto, al escritor-autor y al lector. En los años recientes se está abriendo la posibilidad de narrativas participativas donde los sujetos y colectivos juegan un papel crítico en el diseño de sistemas tecnológicos. En este mismo grupo se encuentran los estudios que integran tecnologías y arte, los movimientos de techno-art, net-art, etc., donde se realizan novedosas aproximaciones que difuminan los límites entre la tecnología y el arte en asuntos de creatividad y diseño, y se cuestionan las nociones “cultas” de arte y de tecnologías “high-tech” en beneficio de expresiones populares y locales de las mismas. En América Latina el movimiento de net-art cada vez tiene más fuerza, no sólo en la Red sino en diversos espacios, intervenciones urbanas y de acción colectiva5.
Para cerrar este apartado, diremos que la condición de buena parte de Latinoamérica y de otros países del sur como “apropiadores”, “incorporadores”, “importadores” y “usuarios” de estas tecnologías dominantes, que no como productores o inventores de las mismas, nos ubica en un lugar político y cultural subordinado y de tecnodependencia que los estudios ciberculturales apenas están abordando. Estos últimos dirigen sus críticas hacia la dialéctica entre los más y menos favorecidos, entre quienes tienen acceso a las TIC y quienes no, y en cartografiar el mundo en dicha oposición, en clave desarrollista, presuponiendo una sola respuesta: la necesidad de integrarnos al modelo de producción dominante que éstas tramitan. Así, la misma crítica termina proponiendo la superación dialéctica en un único modelo por encima de las singularidades y potencialidades de los diferentes contextos. Como respuesta a esta perspectiva, empiezan a aparecer los trabajos que analizan las invenciones y creaciones que desde abajo, desde la reapropiación y rediseño tecnológicos y desde las prácticas culturales y los movimientos sociales, se están planteando a dicho modelo, los cuales señalan la tensión e hibridación de prácticas sociales y políticas de nuestras sociedades (Escobar, 2005; Martín-Barbero, 2005b), en su singularidad histórica y en sus resonancias locales y globales.
Como se puede ver, el campo de la cibercultura tiene muy amplios y diversos ámbitos de estudio. Para América Latina, si bien reconocemos que el problema de las desigualdades en el acceso a una infraestructura técnico-tecnológica es un asunto que sigue siendo importante, en tanto configura posibilidades de participación ciudadana en el escenario de producción dominante6, para efectos de este número monográfico de NÓMADAS, y ubicados en los estudios críticos ciberculturales, hemos optado por observar tres aspectos en los que centraremos nuestra discusión: el ejercicio del poder, la acción social colectiva y la experiencia estética, en el contexto de un capitalismo contemporáneo que, digamos por adelantado, ha tomado una forma decididamente cultural e imaginaria, una configuración político-cultural dominante que trastoca categorías conceptuales y objetos de conocimiento de las ciencias sociales.
Capitalismo contemporáneo, conocimientos y poderes
Como punto de partida, queremos sugerir aquí la necesidad de comprender la cibercultura en su estrecha relación con el actual capitalismo (tardío, cognitivo) para superar –o al menos atravesar críticamente– la neutralidad de los discursos hegemónicos sobre la sociedad de la información y el conocimiento y la “novedad” en la que tiende a inscribirse la actual transformación económica, cultural y tecnológica. En particular, nos interesa poner en tensión las implicaciones que tiene reconocer la cultura y la economía no ya como campos aislados, ni externamente relacionados, sino bajo la comprensión de que cultura, comunicación, creación lingüística, construcción social de saberes son medios de producción y productos; es decir, asumir que la cultura se ha integrado a los procesos de producción y valoración económica en las sociedades contemporáneas y es la fuerza vital del capitalismo actual (Blondieu, 2004; Virno, 2003). De hecho, mientras en el pasado existía una fuerte vivencia social de la dominación en las relaciones de producción, ahora es más intensa la experiencia de su carácter social difuso y de su énfasis cultural.
Lidiamos con un capitalismo que se sustenta en las palabras, los signos, las imágenes, esto es, apoyado en máquinas de expresión que son la potencia y el poder de las sociedades de control (Hard y Negri, 2003; Lazzarato, 2006). Se trata pues de un capitalismo que signa el desarrollo de una economía basada en la difusión del saber y en la cual la producción del conocimiento pasa a ser la principal apuesta de la valorización del capital. Ésta se encuentra sustentada en una nueva división internacional del trabajo cuya regulación se apoya en los nuevos cercamientos del saber y en la captación de lo cognitivo en provecho de lo financiero. También se trata de un nuevo régimen técnico en la producción misma, de una nueva tecnicidad (Martín-Barbero, 2005) en la que se sustituye el carácter exterior y de prótesis de la relación del cuerpo del obrero con la máquina, inaugurando una aleación de cerebro e información, a través de tecnologías del tiempo y de la memoria, que actúan a distancia (Sloterdijk, 2008) sobre los hábitos mentales, las fuerzas que los componen, los deseos, los afectos y las creencias (Lazzarato, 2006).
No obstante, ¿podemos adoptar sin más esta noción de capitalismo –cognitivo– y la novedad que nos sugiere? Zukerfield (2008) plantea dos limitaciones: desconocer la centralidad del conocimiento en anteriores formas de organización productiva a lo largo de la historia de la humanidad y, en consecuencia, soslayar la importancia de conocimientos que subyacen a procesos productivos manuales y/o físicos; y la falta de conceptualización sobre el conocimiento que interviene en los procesos productivos y de sistematización de los diversos tipos del mismo –ya que se asume único y homogéneo– (un ejemplo de ello son ciertas formas de producción ligadas al trabajo musical en grupos argentinos que nunca produjeron de acuerdo con patrones fordistas, pues desde años atrás ya eran trabajadores inmateriales, laboraban en el sector de servicios y sus tareas profesionales, de ocio y de estudio, siempre presentaron fronteras difusas). Para nosotros, existen dos problemas adicionales: el mantenimiento de las relaciones de poder entre el conocimiento válido de unos (científico-técnico) y el no-conocimiento o doxa de los otros (que deben ser disciplinados o excluidos, o incluidos segmentadamente), ahora mantenidas a través de nuevos mecanismos de producción de diferencias y exclusiones en tiempos de globalización (Castro-Gómez, 2005). Y el dualismo mente/cuerpo que la enunciación capitalismo “cognitivo” produce7.
Ahora bien, cada vez es más evidente que los productos propios del trabajo posfordista contemporáneo, sustentados en agenciamientos de inteligencias humanas y maquínicas, en tecnologías digitales cuyos productos son recombinables y reproducibles con un costo cercano a cero, están planteando un debate donde la cultura irrumpe con fuerza como un campo de batalla y de negociación del poder social. Así, por una parte, encontramos los movimientos de cultura libre con licenciamientos como el creative commons8 y, de otra, y de manera paradójica, las leyes sobre la legalidad y los derechos de propiedad intelectual de los “bienes comunes”. En efecto, se trata de bienes (información, servicios), cuya circulación es difícil de restringir, pero sobre la cual la legislación actual arremete en sentido contrario. Kavita Philip (2008), de hecho, cuestiona la novedad de este debate y lo contextualiza históricamente en otras batallas por el poder como un fenómeno que no es exclusivo de la globalización del capitalismo del siglo XXI. Por ejemplo, la ciencia europea del Renacimiento no podría haber surgido sin las múltiples apropiaciones de textos e ideas del saber medieval islámico. En consecuencia, para ella la manera como hoy se enuncia qué es la “piratería” y quiénes son “piratas” y “autores”, las legalidades y contralegalidades globales y los alegatos a favor y en contra de la propiedad intelectual, mantiene dimensiones anteriores a la producción contemporánea, donde las historias premodernas, coloniales y poscoloniales de piratería y tráfico global de las ideas, nos dan una percepción más atinada sobre el papel del conocimiento en las economías globales y disipan la falacia de la supuesta novedad de la economía del conocimiento actual. Nos preguntamos si la variación sería más bien que el conocimiento hoy se entreteje con los discursos actuales de terrorismo y seguridad –especialmente en Norteamérica–. Bajo estos discursos, un hacker es en principio un terrorista, los países que “piratean” productos informáticos atentan contra la seguridad nacional de los países del Primer Mundo y, más aún, contra la civilización occidental, sus valores y libertades. Se trata sin duda de un asunto político, ya que determina quién tiene el derecho de crear y quien tiene el deber de reproducir.
Adicionalmente, los que se ubican por fuera de los circuitos de producción de conocimientos y tecnologías dominantes, se sitúan más bien en los de la tecnodependencia y la reproducción “pirata” como sucede en los países del Tercer Mundo –soportados por una “economía informal” que a su vez es el sustento del mismo mercado “legal” capitalista9 –. Se trata, por una parte, de un discurso de doble moral en el que está bien codiciar los bienes de consumo, mientras se haga de la misma manera como se hace en los países capitalistas avanzados, vislumbrándose así, como señala Philip (2008), un augurio de legítima uniformidad, aunque ni los Estados ni las empresas de software están en condición de exigir a la población de estos países que adquiera siempre aplicaciones legales, ya que es prácticamente imposible dado el ingreso de un ciudadano promedio10. Y, por otra parte, la noción de inmaterialidad del actual capitalismo tambalea, pues éste se basa también en procesos de pesada materialidad. Es decir, el trabajo industrial no desaparece, sino que emigra hacia zonas geográficas donde es posible pagar bajos salarios y en las cuales la legislación no protege el trabajo y favorece la libre empresa, incluso en perjuicio del medio ambiente y la sociedad. Un ejemplo de ello son las maquilas en Centroamérica e India y los programas de “reciclaje tecnológico”, puesto que países de África y Asia, y también de Latinoamérica, se han convertido en “basureros tecnológicos” de los países del Primer Mundo11.
En efecto, podemos decir que hay una integración de las poblaciones, especialmente las del llamado segundo y Tercer Mundo, dentro de un régimen global de gobierno pero, como hemos visto, con nuevas caras de dominación y desigualdad, y más aún, como señalan los estudios de Leon Tikly (2004) y los del grupo colonialidad/modernidad/decolonialidad (Escobar, 1999; Castro-Gómez y Mendieta, 1998; Castro-Gómez, 2005), bajo una nueva forma de “colonialismo occidental”, o bajo el “rostro postcolonial del Imperio”, cuyo propósito es la integración manteniendo exclusiones culturales y epistémicas propias de la constitución de la modernidad. No obstante y de manera paradójica, en este movimiento dominante se revela la dependencia de actividades de código de fuente abierto (open source) para ajustar y crear nuevos diseños tecnológicos, tanto para controlar la circulación de información, como para diseminarla. De hecho, la socialización de la juventud por la vía de los videojuegos abre una dimensión subversiva por la proliferación de prácticas ciberactivistas y hacktivistas, que estallan en la cultura del software libre y se expanden hacia esferas mucho más políticas, como el creative commons o el copyleft. “Estas prácticas, incluso las de los jóvenes que trabajan produciendo videojuegos y programando software, han democratizado, sin saberlo, las capacidades de planificación popular y de autoorganización colectiva hasta ahora concentradas en manos del capital” (Dyer-Whiteford, 2004: 62). En suma, la actual forma de producción nos revela un contexto complejo y paradójico en el que perviven formas anteriores del capital y de gobierno en un escenario heterogéneo de intensidades y escalas locales y globales. De hecho, las formas de opresión que aparecen hoy sobrepasan las relaciones de producción y como señala Boaventura de Sousa Santos (2003), ni siquiera son específicas de éstas y no alcanzan particularmente a una clase social pero sí a grupos sociales transclasistas o incluso a la sociedad en todo su conjunto. Intentemos pues arañar un poco de esperanza justamente desde las prácticas de colectivos y movimientos sociales en la Red, que creemos son la contracara de este contexto de cambio y que, paradójicamente, están montados y potenciados por las mismas condiciones de producción y por las tecnologías antes descritas.
Cibercultura, prácticas, colectivos y movimientos sociales
Entre los académicos de las ciencias sociales de América Latina existe cierto acuerdo en que los movimientos y colectivos sociales de resistencia en la Red pueden imprimir un giro político en el régimen de la propiedad social y el bien común de la humanidad (Tamayo, León y Bush, 2005; Escobar, 2005; Finquelievich, 2000; Lago et al., 2006). Para nosotros, la novedad de estos movimientos sociales está en que no remiten como antes a la lucha de clases y a la necesaria toma del poder, sino que anuncian, como señala Lazzarato (2006), que algo ha sido creado en el orden de lo posible, esto es, un acontecimiento que no es solución a problemas, sino apertura de posibles; que se expresaron nuevas posibilidades de vida y que se trata de llevarlas a cabo. Es evidente que han empezado a aparecer otras condiciones y lugares por donde pasa la experiencia y la acción colectiva que, según Rodríguez (2008), se convierten en nuevas formas de capital social y comunidades de sentido donde son otras las preocupaciones políticas y sensibles de las subjetividades sociales. Tal postura nos adentra en otra atmósfera social y cultural, donde las tecnologías por sí solas no producen transformaciones políticas sino que son las estructuras, las redes y las prácticas sociales en las que éstas se insertan las que otorgan un significado y configuran tendencias de uso e innovación social, de dominación o de cooperación. No obstante, ¿qué tanto han cambiado las prácticas de los movimientos sociales, sus discursos y organización al entremezclarse con la nueva condición tecnológica, cuáles son sus formas de agenciamiento?
Frente a esta relación entre movimientos sociales y TIC, Valderrama (2008) propone dos aspectos nodales: el papel mediador de estas últimas en los procesos comunicativos y las profundas transformaciones de las dinámicas políticas de la sociedad (que pasan por la crisis estructural de legitimidad y de las prácticas del ejercicio político tradicional). Así, son varias las características de este cambio:
- Se matiza la centralidad del espacio público urbano de interacción cara a cara, así como la llamada esfera pública, y se promueve una nueva provista por la inmaterialidad de las redes electrónicas (ejemplo de ello son espacios como Facebook, Flickr, MySpace, etc.).
- Las prácticas sociales se constituyen en torno a valores culturales, modos de vida y construcciones de sentido (más allá de intereses de clase o sectoriales) y en oposición a modos de organización y comunicación verticales, burocráticos y rígidos, de ahí que se privilegie la adopción de un tejido organizacional y comunicativo en red.
- La presencia creciente de colectivos y movimientos sociales de carácter global en la Red que no obedecen directamente a regulaciones estatales.
Sin embargo, esto no significa que no haya acciones off-line, como lo muestra Lago (2008), sino que hay una suerte de continuidad de relaciones virtuales y cara a cara que mantienen y proyectan acciones políticas sobre centros de toma de decisiones o en su interior, con intervenciones en la calle, en las plazas y, en general, en el entorno urbano. En particular, los movimientos antiglobalización o de resistencia global han mostrado formas de articularse en red y capacidad de redimensionamiento de sus luchas a nivel territorial, donde la intención no es globalizar la experiencia a partir de su unificación, sino recrear formas de cooperar, y donde cada proceso local tendrá su propio lenguaje y forma de coordinación. La popularización de Internet está provocando cambios de actitud en los movimientos, pues se ha comenzado a dar un lugar específico a la comunicación que antes no tenía (Lago et al., 2006; Tamayo, León y Burch, 2005).
En efecto, las luchas sociales que en el pasado procuraban una emancipación política, ahora lo hacen como una búsqueda personal, social y cultural y, por lo tanto, las formas organizativas son también diferentes de las que les precedieron. Antes pertenecían a una idea de democracia representativa, hoy ésta es tensionada por una idea de democracia participativa. Los protagonistas de estas luchas ya no corresponden al dúo ciudadaníaclase social, las luchas ya no son de las clases sociales, sino de grupos sociales, con contornos más o menos definidos en función de intereses colectivos, a veces muy localizados pero potencialmente universalizables. Un ejemplo prototípico de lo que pueden ser estas nuevas formas de acción colectiva sustentadas en TIC son aquellas que provienen de colectivos de contrainformación, de software libre, creative commons, y, en general, de la cultura libre, porque la descentralización de la circulación lingüística, perceptiva y cognitiva se acopla con la descentralización de los medios de expresión, con otros regímenes de signos, que son “potencialmente” más favorables al plurilingüismo, a las plurinteligencias (Lazzarato, 2006), y se sustentan en el trabajo colectivo y la producción de libre circulación de bienes comunes. No obstante, sería ingenuo pensar que esto se produce sin fricciones y pujas de poder en el interior de estos mismos colectivos y movimientos, o que se rompe totalmente con prácticas políticas tradicionales. Así, es interesante mirar cómo en estos colectivos también se (re)producen ciertas dinámicas organizativas autoritarias, la centralidad de los nodos coordinadores, el lugar del género, la raza y el dominio de conocimientos y lenguajes en las relaciones de poder y de creación colectiva. En este sentido, es importante considerar cómo la dimensión cultural y, en particular, la de culturas políticas tradicionales de muchos años en países como el nuestro, permanecen, se camuflan y se hibridan con las nuevas prácticas políticas colectivas pero también singulares.
Lo anterior nos lleva a plantear con Valderrama (2008) que el ciberespacio es efectivamente un campo de lucha donde la esfera pública (en ese borroso intersticio de lo privado-público) que de allí está emergiendo, alberga infinidad de ilusiones e intereses y que su control se vuelve estratégico no sólo para el mercado, sino también para los colectivos y movimientos sociales que siguen invocando otras formas de vida, otros mundos múltiples. Es decir, en el ciberespacio persisten flujos de signos, sonidos, imágenes que se bifurcan a partir de una lógica que combina invención con repetición. O sea, una construcción de lo nuevo a partir de lo viejo, lo viejo repetido para renovarse: por ejemplo, usar los canales establecidos –como las leyes e instituciones propuestas por el Estado– para desde allí proponer cambios. Pero también esa multiplicidad que no se agota en el individualismo rampante y que nos presenta nuevas formas de hacer política, en una suerte de devenir minoritario (Lazarato, 2006), depolítica menor, que no se adecúa a los modos de operar de las organizaciones sociales tradicionales o a los conceptos de las ciencias sociales modernas, sustentadas en totalidades y esencialismos de categorías binarias. Tampoco se sostiene en la idea de un Estado y de un ciudadano con “una” identidad cultural. Como hemos planteado aquí, éstos han estallado y entrado en una esfera global, ambigua y confusa, pero con gran potencial de creatividad social.
Cibercultura y estética
Las transformaciones económicas y tecnológicas de las que hemos hablado antes son posibles por los cambios en las maneras de sentir que les preceden. Es decir, otras modalidades de experiencia social emergen a través de nuevas formas de socialidad y de acción a distancia, como señala Sloterdijk (2008); de comunicación, interacción y coordinación de acciones on-line y off line; de creación y circulación de obras que posibilitan los nuevos repertorios tecnológicos. Pues bien, el arte es una esfera que tradicionalmente ha tomado la delantera en la creación cultural –aunque la expresión suene un poco paradójica–, pues hace emerger complejidades, que de otro modo no tendríamos condiciones de considerar. Esto se produce en el campo del arte hoy en medio de una transformación del estatuto de lo real y de la diversificación de las formas de producción de verdad y de circulación de ideas y obras a través de las redes telemáticas como lo plantea Adolfo Vásquez (2008).
Los lenguajes de la Red, como la hipertextualidad y las narrativas de la hiperficción como apuestas que propenden por la creación y la invención de modalidades narrativas que rompen con los esquemas comunicativos tradicionales de la cultura escrita y con el logocentrismo, abren también posibilidades de expresión y acción colectiva. Aquí encontramos los trabajos de las redes de artistas contraculturales, los movimientos net-art y digital-art, que están invocando apuestas políticas de creación cultural desde la integración de arte, ficción y tecnologías. Es decir, se trata de propuestas estéticas y políticas donde emergen nuevas metáforas, aproximaciones teóricas y prácticas sociales y culturales en el campo de los estudios ciberculturales. Quizás el movimiento más conocido en el campo de la estética y las TIC es el del net-art que propende por la organización de nuevas prácticas micropolíticas y microsociales, nuevas solidaridades, otros contratos ciudadanos, conjuntamente con nuevas prácticas estéticas como una vía posible para renovar tanto la política como el arte. En este campo también se encuentran los movimientos hacktivistas y artivistas que están promoviendo, a través del software libre y el creative commons, la creación colectiva. La verdad del arte se descentra y se propicia la intervención/interacción del espectador con la obra también como autor. Andrés Fonseca (2008) destaca proyectos en Latinoamérica y España que fomentan prácticas creativas, proyectos y publicaciones sobre cultura libre y digital que animan proyectos off-line y on-line y donde se promueve la generación de interfaces entre tecnología, contenidos emergentes, prácticas artísticas y comunidades. Estas múltiples formas artísticas y culturales creadas copiando y mezclando, en los samplers y el mixing, muestran usos “transformadores” de los bienes informacionales, que inciden tanto en los contenidos por fuera de los originales como en los mercados en los que compiten.
En el campo de la escritura y la producción literaria, la interacción con la obra y su intervención es uno de los planteamientos centrales que nos propone Jaime Alejandro Rodríguez (2008), a través de la irrupción de una nueva figura, la del autor-lector, o el “golpe de gracia” que sufre la figura tradicional del novelista dadas las posibilidades estéticas y creativas propias del ciberespacio y de su lenguaje hipertextual. Se trata de la anunciada muerte del autor de Barthes y que en las narrativas de hiperficción se materializa a tal punto que es imposible seguir manteniendo las categorías de autoría y autoridad propias de la modernidad. De hecho, Rodríguez (2008) sugiere que la escritura posmoderna promueve abiertamente la participación del lector, la “doble productividad”, ya sea a través del juego o a través de la puesta en marcha de conciencias paralelas de interpretación. No obstante, el reto en este campo tiene que ver con superar una primera fase de producciones hipermediales, de múltiples opciones de lectura, pero que siguen manteniendo una “autoría” –aún si ella está constituida por un equipo amplio– y lanzarse hacia el paradigma de la creación colectiva, máxima expresión de la interactividad participativa que abandona definitivamente el esquema de la creación de autor para disponer ahora los medios de expresión grupal, a través, por ejemplo, del proyecto Narratopedia.
Por su parte, Lucía Santaella (2008), desde Brasil, nos muestra cómo tecnologías móviles de punta como las de localización (GPS por sus siglas en inglés), pueden convertirse en posibilidades de colaboración, intercambio y búsqueda de conexiones, a través de prácticas espacializadoras y socializadoras, que se ligan con una tradición estética de activismo político. Se trata de un renacimiento de la experiencia singular y sensible de las personas con los lugares y sus historias, una suerte de reterritorialización posterior a la desterritorialización digital. Sin embargo, es una relación que no es transparente o carente de cuestionamientos. Por ejemplo, se critica a estas tecnologías el que inauguren un neo-cartesianismo por el surgimiento de la especificidad temporal y local, tramitada por tecnologías de vigilancia y navegación; y la dependencia de ciencias aplicadas que siguen centradas en un modelo de defensa militar norteamericana y de su ideología imperial, así como en su ubicuidad comercial propia del mercado actual. Estos proyectos con tecnologías de localización toman distancia de expresiones artísticas de galerías y museos que, como señala Vasquez Rocca (2008), mantienen una función de archivo que fija la verdad del arte, pauta la cultura y administra el gusto. Pero también se distancian de las producciones exclusivas de la Red como el net art y están buscando interfaces sociales, con lugares específicos y dentro de ellos.
La necesidad de inventarnos metáforas para la multiplicidad
Quisiéramos plantear aquí que detrás de las preguntas por el acceso a las TIC y de quiénes están excluidos –que sin duda siguen siendo importantes y urgentes en sociedades como las nuestras– y de sus metáforas sobre la “brecha digital”, hay otras que aquejan a nuestras nuevas generaciones, las locales y las globales, y que están vinculadas directamente con la posibilidad de la acción política, la sensibilidad, con el sufrimiento y la felicidad. Nos enfrentamos, de una manera desigual y heterogénea, a una tendencia creciente y dominante de generaciones cuya configuración emotiva y cognitiva deriva más de una exposición a la semiosis de máquinas de expresión y a su lenguaje visual y digital que a interacciones con el núcleo familiar, y esto, como bien lo ha señalado Martín-Barbero (2005), no se debe a los medios en sí mismos, sino a toda una reconfiguración de la ciudad y de los espacios urbanos y a las maneras como hoy los habitamos. La generación que está creciendo, integrada a esta cibercultura, los llamados nativos digitales (Prenski, 2001), ha entrado en circuitos globales incluso antes de haber formado una sensibilidad localizada. Este acontecimiento se caracteriza por nuevas formas de socialidad, de interacción y de percepción cognitiva, mediadas por repertorios tecnológicos que posibilitan la acción a distancia, la interactividad, la simulación, la integración de lenguajes orales, escritos y audiovisuales. Pero se trata de un pasaje que está atravesado por disturbios, angustias, sufrimientos y patologías (Berardi, 2007) que, como lo señalan Gómez y González (2008), las viven en carne propia los jóvenes que están “integrados” o conectados y con capacidad de adquirir estas tecnologías. Y esto en particular porque si la sociedad industrial construía máquinasde represión de la corporeidad y el deseo, la sociedad postindustrial funda su dinámica en la movilización constante de este último.
Así, en el contexto de exacerbación de la socialidad, de la acción a distancia y de la modulación y el gobierno de la libertad, se produce una singularización de los dispositivos tecnológicos de acuerdo con las posibilidades económicas de cada quien, donde su consumo representa una opción de participación simbólica, expresión y construcción de mundos compartidos (Muñoz, 2007), y de trabajo liberado como lo entienden Gómez y González. Pero al mismo tiempo –y en medio de gozos y desgarres– su contracara es la dromología o “catástrofe temporal” (Virilio, 2005) que la velocidad produce en nuestra experiencia diaria, en función de la aceleración tecnológica, llevada a cabo en todos los sectores. Se trata de una regla sumaria que representa, desde subjetividades individuales, a países enteros, encuadrando, por supuesto, grupos, instituciones y corporaciones (Trivinho, 2006).
Asistimos pues a la reconfiguración de las relaciones entre cultura y economía, de las relaciones de poder y los conocimientos globales y locales y a la emergencia de subjetividades individuales y colectivas que se mueven entre las inequidades e injusticias estructurales de vieja data en nuestras sociedades y las seducciones del actual capitalismo y sus modos de capturar la fuerza y la vitalidad de nuestros cuerpos-mentes en aras del mercado y el consumo. Pero al mismo tiempo, se están produciendo formas de resistencia, de creatividad social y de acción política para construir horizontes de sentido desde la movilización social y la expresión estética, que como señala Muñoz (2007), hacen posible la transformación de la realidad a partir de relaciones horizontales con otros legítimos y la emancipación de agentes cómplices de la auto-creación; aunque no sin paradojas y destiempos en el campo cultural.
Así, las ciencias sociales y la investigación en el campo de los estudios ciberculturales tienen el reto de desplazar los análisis totalizantes y molares de nuestras sociedades, heredados de las ciencias modernas y los diseños tecnosociales autoritarios y antidemocráticos que gestionan la vida para hacerla “útil”. La cibercultura requiere pluralidad, una multiplicidad de abordajes críticos y de metáforas que nos permitan nombrar formas de vida en donde se hagan visibles los nuevos mecanismos de producción de poder (de dominación y de resistencia) a través de máquinas semióticas, pero también donde sea posible articular las potencias y las singularidades en una diversidad creativa. En suma, no podemos olvidar que las metáforas que usamos para describir nuestros objetos de estudio, también lo/nos crean.
Citas
1 En la escritura de este artículo aparece un nosotros que constituye este texto, no sólo proveniente de los diferentes trabajos que hemos realizado en la línea de Comunicación-Educación del IESCO en la Universidad Central, sino que intenta recoger y dialogar con las voces de otros articulistas del presente número.
2 Aunque sus antecedentes los podemos rastrear en el movimiento contracultural de los hackers-hippies en los años sesenta; en los desarrollos de la cibernética de primer y segundo orden, en los cincuenta y ochenta, respectivamente; y en la Inteligencia Artificial, es interesante el origen doble y opuesto de la cibercultura y su espacio, el ciberespacio, en la contracultura cyberpunk y en la guerra, esto es, en la experimentación social y el control de poblaciones y territorios.
3 La brecha digital, que hoy en día constituye un índice para medir el desarrollo de los países, se convirtió en una preocupación oficial a mediados de los años noventa por el desequilibrio entre quienes tienen acceso a las TIC y quienes no lo tienen, cuando el Departamento de Comercio de los Estados Unidos acuñó el término digital divide(Rueda, 2005a).
4 Es importante señalar que de los trabajos registrados en América Latina en estos campos, la mayoría de ellos recibieron algún tipo de financiación del Centro Internacional de Investigaciones para el Desarrollo (CIID) de Canadá, o IDRC –por sus siglas en inglés–. Para un estado del arte sobre la apropiación social de TIC en América Latina, ver Rueda (2005b).
5 Para una revisión completa de este movimiento en América Latina, ver los trabajos de los colombianos Andrés Burbano y Jaime Barragán (2002) y el del Mexicano Damián Peralta (2006).
6 Para una mirada genealógica crítica de cómo se constituye en Colombia Internet como campo, así como cifras actualizadas de acceso y conectividad en el país, ver la reciente investigación realizada por Tamayo, Delgado y Penagos (2007).
7 N os referimos aquí a que se mantendría la división metafísica entre cuerpo y mente como si el trabajo mental y con máquinas de expresión, no causara cansancio o no consumiera energía corporal, por lo que creemos que es importante considerar si con dichas metáforas (sociedad de la información, capitalismo cognitivo, sociedad informacional) no estamos invisibilizando otras facetas de este nuevo modo de producción económica, subjetiva y cultural.
8 Las licencias creative commons o CC están inspiradas en la licencia GPL (General Public License). Su propósito es posibilitar un modelo legal ayudado por herramientas informáticas para facilitar la distribución y el uso de contenidos para el dominio público. Existen una serie de licencias creative commons, cada una con diferentes configuraciones o principios, como el derecho del autor original a otorgar libertad para citar su obra, reproducirla, crear obras derivadas, ofrecerla públicamente y con diferentes restricciones como no permitir el uso comercial o respetar la autoría original. Ver <http://creativecommons.org/>.
9 Según el informe de Business Software Alliance (BSA), la asociación de los principales creadores y productores de programas informáticos en el mundo entero, entre el 2003 y el 2005, la tasa de piratería subió en Bolivia del 78 al 83 %; en Paraguay, el 83 % en los tres años; en Guatemala, del 77 al 81 %; en Venezuela, del 72 al 82 %, y en El Salvador pasó del 79 al 81 %. Además, en Argentina pasó del 71 al 77 %; en Chile, del 63 al 66 %; en Colombia, del 53 al 57 %, y en Panamá, del 69 al 67%. Con estas cifras, la región en su conjunto se ubicó apenas dos puntos por debajo de Europa Central y del Este, que con un 68% de copias ilegales fue denominada como la meca de la piratería informática. Ver <http://www.pergaminovirtual.com.ar/revista/cgi-bin/hoy/archivos/2006/00000666.shtml>, consultado en enero de 2007. Como este estudio también se encuentran los de la OCDE donde se dan cifras de pérdidas en la industria del software y el hardware, la música, etc. No obstante, no encontramos estudios que permitan comprender la otra cara: ¿cómo medir el sustrato que genera la piratería para acceder en todo caso a bienes informacionales de algún tipo?, es decir, ¿cómo ésta favorece el mercado legal? Y, al mismo tiempo, sería interesante confrontar estos índices de piratería con los planes y programas nacionales de acceso a tecnologías y ver cómo aquélla ha efectivamente aportado a la democratización del acceso en estos países, pues sus estados no logran ofrecer otras alternativas de cobertura más amplia.
10 Una muestra es el costo del paquete Office de Microsoft (Windows Vista): $453.000 (200 dólares aproximadamente), comparado con el salario mínimo legal de un colombiano: $516.500 (270 dólares aproximadamente).
11 Ver el reportaje de la BBC “Riesgos de la basura tecnológica” del 28 de noviembre de 2006, donde se señala cómo en el mundo se producen aproximadamente 50 toneladas de basura electrónica cada año, que son enviadas a los países más pobres. En sólo Estados Unidos, entre 14 y 20 millones de computadores personales son desechados al año. El plomo, arsénico, selenio, cadmio, cromo, cobalto, mercurio, entre otros componentes de los computadores, están ocasionando enfermedades por la inhalación de los tóxicos que se desprenden de los componentes de los computadores que son incinerados en grandes basureros y en los cuales trabajan niños, jóvenes y adultos de estos países. Ver <http://news.bbc.co.uk/hi/spanish/science/newsid_6191000/6191104.stm>, consultado en enero de 2008.
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